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Irmina

Ilustrado por Irmina

I UNA INCREIBLE APARICIÓN

Conocí a los gunienanos un fantástico día de primavera del año 1896. Estaba dando de comer a mis gallinas cuando hicieron su aparición. «¡Hola! Me llamo Duniajo», saludó el gunienano que encabezaba el grupo.

Tras él iban sus nueve compañeros saltando y riendo. Espantaron a todas mis gallinas. El corral se llenó de plumas, de aves cacareando y de gunienanos que iban y venían. ¡Toda una revolución!

Aquella multitudinaria, repentina e increíble aparición me había dejado más que impresionado.

Los gunienanos eran seres especiales: hombrecitos y mujercitas de pequeñas medidas, puntiagudas orejas y brillantes ojos que semejaban bolas de cristal. ¡Tan graciosos, vestiditos siempre con esos trajecillos verdes y esos gorritos a juego!

—¿Sabes quiénes somos? —me preguntó Duniajo.

—No, no os conozco —respondí mirándolos uno a uno—. Acabo de llegar a este monte.

—Somos gunienanos y vivimos en el bosquecillo de Las Mariposas. Ellos son Flau, Pruna, Felicia, Sixto, Sexto, Florín, Rufus, Membrillo y Menut —dijo éste señalando a sus compañeros.

—¡Hola! —dijeron los nueve gunienanos.

—Yo soy Pablo —me presenté—. Y estas son mis gallinas. Mmm…, esta de aquí se llama Gina Gallina.

—Pues no parece tan antipático —comentó Rufus a Membrillo.

—¿A qué habéis venido? —les pregunté sin salir de mi asombro.

—Queremos ser tus amigos —respondió Duniajo quitándose una pluma de la nariz.

—Sí, ya que estás recién llegado al monte y no conoces a nadie —añadió Flau, el gunienano medio músico.

—Conozco a la gente de la aldea —respondí.

—Esa gente está tonta —afirmó Florín.

—¿Por qué dices eso? —dije extrañado—. Son muy amables y educados. La señora Toneta, por ejemplo.

—Creen que entramos en sus casas y que revolvemos todas sus cosas —contestó Florín—. Y eso que no pueden vernos.

—Además, eres un niño como nosotros —continuó Membrillo.

—¡No soy un niño! —protesté—. Ya tengo diecisiete años.

—¡Bien! ¡Un niño! —exclamó Duniajo.

A partir de entonces, los gunienanos fueron mis inseparables amigos. Unos amigos invisibles para los humanos, pero que yo tenía la facultad de ver.

Los gunienanos no eran demasiado inteligentes, pero poseían muchas cualidades. Eran ocurrentes, espontáneos, ágiles, divertidos y muy habilidosos. Eso sí, por nada chillaban y se alteraban. Pero poco importaba, ya que disfrutaba de su agradable compañía.

II EL BOLET

El monte Bolet, lugar donde se desarrolla esta fabulosa historia, pertenecía a una pequeña y templada región del sur de Europa. No era muy alto, pero sí lo suficiente como para que la nieve cubriera su cima muchos días del invierno. Sobre esta cima podían verse las ruinas de un castillo medieval. Pero nadie subía hasta allá arriba salvo contadas ocasiones.

En la ladera sur se hallaba mi casa: la Casa Solitaria la bautizaron los gunienanos. Más abajo, se encontraban la aldea, los bancales y los pastos para el ganado. Por esta soleada ladera fluía el río, que se hacía más caudaloso a medida que descendía. En la cara norte, más escarpada y sombría, estaba la cueva del ogro Cocotoso y, también, el árbol más grande que yo haya visto jamás. El bosquecillo de Las Mariposas descansaba en la parte baja del monte. En él habitaban los gunienanos y las hadas coloridas. Cientos de flores crecían allí: margaritas, rosas silvestres, adelfas, campanillas y tantísimas otras.

Muchas tardes, los gunienanos y yo paseábamos por el monte, recogíamos leña y buscábamos frutos silvestres. Nuestros preferidos eran los arándanos y las grosellas, los cuales íbamos comiendo en nuestra caminata. A Felicia y a Pruna les gustaba recolectar lavanda para hacer perfume. Lo llamaban «Aroma Profundo de Flor de Lavanda del Bolet». ¡Qué bien olía!

Además de pasear, nos encantaba echarnos sobre la hierba y escuchar el trino de los pájaros, y hablar, hablar, hablar, porque es cierto que nos encantaba hablar y hablar y hablar. También nos gustaba jugar al escondrinajo o a las chinas. Pero como más disfrutábamos era compitiendo en el lanzamiento de piñas. ¡Ah!, y riéndonos de Flau cuando intentaba hacer sonar su flauta. Y también nos divertíamos partiendo y comiendo piñones después de ver quién había cogido más. Bueno, nos gustaba hacer un montón de cosas; tantas que no acabaría nunca de contarlas.

Una de aquellas tardes ocurrió algo terrible. Los gunienanos y yo estábamos en la Casa Solitaria. Jugábamos al parchípero y a la ocarea. Afuera, el viento de abril soplaba con demasiado empeño. Habíamos echado los cerrojos de puertas y ventanas para que el aire no las abriera. Pero la puerta que daba al exterior se abrió de repente…

Sobre el umbral, plantado como un gran árbol, estaba el ogro Cocotoso. Los gunienanos, al verlo, se levantaron de sus sillas y se apretujaron contra mí. Temblaban y gritaban con esos chilliditos estridentes que tanto les caracterizaba: «hi, hi, hi». Yo estaba helado por el miedo, pero intenté reaccionar por si había que salir corriendo.

Los gunienanos sabían bien que el ogro Cocotoso era fiero y malhumorado desde que, hacía ya muchos años, perdiera su gorro dorado.

Miré aterrado al ogro. Su cabeza era pequeña y estaba plagada de pelo. Sus ojos, diminutos como lentejas, casi no se veían. Su narizota parecía una patata. La panza estaba tan abultada que de la camisa habían saltado tres botones. Las gigantescas botas le apretaban los pies, tanto que por una de ellas se le salía un dedo. Y, en fin, todo en él era desproporcionado y absurdo.

Cocotoso permaneció allí unos segundos. Después, entró en la casa agachando la cabeza para poder traspasar el dintel de la puerta. Casi no cabía. Caminaba con dificultad y se tambaleaba de un lado a otro. Se acercó al aparador, cogió las patatas asadas con tomillo y el pudín de moras que tenía para la cena. De dos bocados se lo zampó todo.

Una ráfaga de viento cerró la puerta. El ogro frunció el ceño y dirigiéndose a los gunienanos vociferó: «¡Eh, vosotros!» Los miró fijamente y continuó: «¡Quiero que encontréis mi gorro dorado!»

Los gunienanos se apretaron más contra mí. No dejaban de gritar. Después de calmarlos con unas palmaditas en la espalda, pregunté a Cocotoso:

—¿Para qué quieres tu gorro dorado?

—¡Para volverme bueno y recobrar el buen humor!—contestó el ogro.

—Eso está bien —dije a Cocotoso—. ¿Pero por qué no lo buscas tú?

—¡Ya lo he buscado! —refunfuñó—. Ahora lo harán esos diez amiguitos tuyos.

—Pero no sabemos dónde puede estar. —añadí.

—¡En el monte está! —dijo el ogro con su potente voz.

—El monte es muy grande. No lo encontrarán nunca —dije preocupado.

—El monte es muy grande… El monte es muy grande… —se burló Cocotoso con soniquete—. ¡Si mañana por la noche mi gorro dorado no está aquí, me como a esos diez! —amenazó.

Los gunienanos, que no habían dejado de temblar desde que el ogro entrara, requetetemblaron.

Sonsaqué a Cocotoso para que me diera alguna pista del gorro:

—Habrá caído al río…

—¡Imposible! Mi gorro dorado no puede caer al río. Está encantado —dijo.

—¿Encantado? —pregunté con sorpresa.

Cocotoso resoplaba. Yo tenía que seguir investigando:

—Tal vez lo perdiste en el bosquecillo de Las Mariposas…

—Tampoco está allí. ¡Ya te he dicho que está encantado!

—¿Y por qué no aparece?

—¡No lo sé! ¡No preguntes más! —gruñó Cocotoso.

—Pero quiero ayudarte…

—¡Ja, ja, ja! —rio el ogro estrepitosamente.

A pesar de todo, continué con aquella arriesgada conversación:

—Estará en la cima, donde las ruinas.

—¿Qué dices?

—Que estará en la cima. ¡Y a ver quién sube!

—No, no estará en la cima. El gorro está encantado, a ver si te enteras. En… can… ta… do… Si de verdad estuviera allí, yo desaparecería para siempre. Y como ves, no he desaparecido.

Cocotoso dio un puñetazo en la mesa. Todo lo que había en ella saltó por los aires, incluida la pobre Gina Gallina. Entonces, se levantó de la silla y dijo: «¡Ah, y no se os ocurra aparecer por mi cueva! Allí tampoco está. Si lo sabré yo».

Respiré aliviado: Cocotoso se había ido al fin. Los gunienanos me miraban esperando una respuesta. Tenía que decirles algo.

—Encontraremos el gorro. Escuchad… El ogro ya nos ha dicho suficiente. Sabemos que no está en la cima, ni en su cueva, ni en el río, ni en el bosquecillo de Las Mariposas —les dije—. Buscaremos en el resto del monte de manera concienzuda.

—¿Con qué? —preguntó Florín.

—Concienzuda, concienzuda —contesté con tono pedagógico.

Los gunienanos estaban tan soliviantados que pensé que les iba a dar un ataque, especialmente a Rufus.

—Creo que te han entrado las siete cosas —le medio diagnostiqué.

—¿Las siete cosas? ¿Qué siete cosas? —preguntó Rufus.

—Pues las siete cosas —contesté.

—¡Ah, ya! Las siete cosas.

—Encontraremos el gorro —aseveré para tranquilizar a los gunienanos.

El viento seguía soplando. Mis amigos se sentaron en el suelo y, extrañamente, permanecieron en silencio. Durante unos minutos estuve planeando qué haríamos y cómo. ¡Tenía que ayudarlos a encontrar el gorro dorado!

III CÓMO CONOCI A LAS HADAS COLORIDAS

Formé cuatro grupos. Cada grupo buscaría en un lugar del monte. Flau, Pruna y Florín lo harían en la ladera sur. En la ladera norte buscarían Felicia, Membrillo y Menut. La parte baja del monte, sin entrar al bosquecillo de Las Mariposas, la recorrerían los gemelos Sixto y Sexto junto con Rufus. Duniajo y yo miraríamos en los alrededores de la cueva. Aquel paraje era el más peligroso.

—También buscaremos en las casas de la aldea —dijo Florín.

—No hará falta —aseguré—. Los aldeanos no serían tan bobos de esconder el gorro dorado en sus casas.

—Sí, sí serían tan bobos —dijo Pruna.

—¿Por qué serían tan bobos? —pregunté—. Esconderlo sólo les traería problemas. Ellos saben cómo se las gasta Cocotoso…

—¡Pero son bobos! —añadió Florín.

—¡Sí! —afirmaron Pruna y Flau.

—Está bien. Podéis ir a las casas —accedí—. Pero cuidado con los gatos.

Nos pusimos en marcha: había mucho que hacer.

Duniajo me guiaba hacia la ladera norte. Caminamos hasta el río y lo atravesamos por el viejo puente de madera. Después, seguimos por una estrecha senda flanqueada por zarzaparrilla y madreselva.

El viento bufaba con una fuerza desmesurada. Miré mi reloj de bolsillo. Eran más de las tres.

—¿Crees que encontraremos el gorro? —me preguntó Duniajo.

—¡Por supuesto que sí, Duniajo!

—¿Quieres una rosquilla, Pablo?

—Claro, Duniajo.

Una nueva senda subía por entre las rocas, de manera que comenzamos a trepar. Duniajo era muy ágil y yo, difícilmente, podía seguirle.

Llegamos hasta la misma entrada de la cueva. Aquel lugar era especialmente inquietante. Pensé que Cocotoso aparecería en cualquier momento. No fue así.

Duniajo y yo no sabíamos por dónde buscar, pero nos fuimos empeñando en ello. Nos asomábamos tras las grandes piedras, mirábamos en las oquedades, revisábamos las pequeñas grutas… Todo lo ojeábamos sin descanso, de un lado a otro, de derecha a izquierda, de cabo a rabo, de principio a fin.

Tras dos horas de intensa búsqueda, paramos. Miré a mí alrededor para hacerme una composición del lugar. «Es como buscar una aguja en un pajar», me dije. Me sentía desolado ante aquel inmenso paisaje, pero no dije nada a Duniajo. ¡Había que encontrar el gorro dorado!

Seguíamos buscando cuando sentí que algo rozaba mi espalda. Me giré pensando que sería Duniajo. Pero no, no era él. El corazón me dio un vuelco. Sobre una roca se había posado una diminuta muchacha alada. No podía creerlo.

Era un hada colorida. Su voz sonaba casi imperceptible:

—¿Qué hacéis que tanto alborotáis?

—Buscar el gorro dorado del ogro Cocotoso —respondió Duniajo.

—¡Ah, ya! Lo imaginaba. Siempre igual —dijo el hada.

—¿Siempre igual? —se extrañó Duniajo.

—Sí, siempre igual, siempre igual —añadió la pequeña muchacha alada.

Quise decir algo, pero preferí esperar a que aquellos dos acabaran de hablar. Duniajo puso cara de circunstancias y se enfrentó al hada:

—Tú no deberías estar aquí, hada Celeste. La hadatriz Dorinda Flora de Doré se enfadará si se entera. Pero ya que has venido…

—¿Ya que he venido, qué?

—Ya que has venido, podrías ayudar.

—No tengo permiso de la hadatriz.

—¿Cómo? ¿Y qué haces aquí?

—¡Nada!

—¿Nada? Algo harás…

—No debería importarte lo que hacemos las coloridas —protestó Celeste—. ¡Adiós!

Celeste no me dio tiempo a decirle nada. Agitó sus alitas y levantó el vuelo.

Pronto desapareció de mi vista.

De aspecto humano, las hadas coloridas eran preciosas criaturas aladas que no alcanzaban ni dos palmos de altura. Lucían un largo y cuidado cabello. Tenían la piel muy blanca y suave. Su pelo y su cuerpo lo adornaban con flores (también con hojas) del color que les daba nombre. Así pues, Blanca vestía con flores blancas; Rosácea, con flores rosas; Celeste, con flores de color azul; Violeta, con flores lilas; Iris, con flores de cualquiera de los colores del arco iris; Carmina, con flores rojas y Amarilia, con flores amarillas. La hadatriz Dorinda Flora de Doré se adornaba según la ocasión. Casi siempre lo hacía con color dorado (caléndulas), aunque su color preferido era el verde.

Las cinco y cuarto de la tarde. Duniajo rebuscaba por aquí y por allá. Se movía con ligereza por entre los matorrales sin miedo a arañarse. Separaba rama por rama. Miraba entre la maleza y la hojarasca producidas por el viento. Era como buscar en el mundo entero.

—¡Aquí no está! ¡Aquí tampoco! ¡Ni aquí! —protestaba Duniajo.

—Creo que deberíamos ir hacia los pinos —dije.

—¡Sí, será mejor! ¡Los pinos! —me respondió el gunienano.

Bajamos hasta salir de aquel abrupto lugar. La cueva de Cocotoso quedaba atrás.

Rodeados de pinos, nos pusimos a buscar de nuevo. Duniajo subía a cada árbol sospechoso de esconder entre sus ramas el gorro dorado, aunque el aire bien podría haberlo volado. Yo miraba los árboles desde abajo o los vareaba con un gran palo esperando que el gorro cayera. Resina, piñas, algún pobre pájaro asustado…

Los troncos eran un buen sitio en donde fijar nuestra atención. En muchos de ellos se habían creado huecos que podrían esconder el gorro de Cocotoso.

Poco a poco se fue haciendo de noche. Incapaz de distinguir nada, dije a Duniajo que debíamos volver. Él veía perfectamente en aquella oscuridad, pero ya empezaba a sentirse cansado. Así pues, Duniajo me cogió de la mano y emprendimos el regreso a la Casa Solitaria.

Cric. Crac. Crac. Cric. El bosque entero crujía. Sentí algo de miedo, pero no dije nada a Duniajo. Había que mantener el tipo.

«¿Qué harán los demás? ¿Habrán encontrado el gorro?», me preguntaba. «De ser así, nos habrían avisado con sus penetrantes chilliditos», me contesté.

Algo se nos cruzó en el camino. Duniajo me dijo que era un tejón. Lo esquivamos como pudimos y echamos a correr. Estuve a punto de caer, por lo que pedí a Duniajo que aminoráramos la marcha. De repente, un búho. El bosque se nos comía. Duniajo lanzó un chillidito para espantar a las alimañas. Un chillidito que atravesó el monte de punta a punta.

IV NADA DE NADA

¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn! ¡Tannn!

Las sonoras campanas daban las doce. Los gunienanos habían ido llegando poco a poco a la Casa Solitaria. Ninguno de ellos tenía buenas noticias: nadie había visto nada. La pequeña esperanza que tenía de que trajesen el gorro dorado se había desvanecido por completo. Pero no era momento de rendirse. Nos quedaba un día enterito. Estaba seguro de que íbamos a tener suerte.

—Prepararemos té y comeremos alguna cosa —propuse a los gunienanos para que se animaran un poco.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Queremos té! —pidieron Sixto y Sexto.

—¡Queremos té! ¡Queremos té! —repitieron los demás.

Nos sentamos a la mesa. Una silla, dos gunienanos. Dos sillas, cuatro gunienanos Tres sillas, seis gunienanos…Tortitas frías, algo de pan, requesón, huevos y té. Quedaban pocas provisiones, pero no había habido tiempo para reponer la alacena.

—¿Encontraremos el gorro dorado? —preguntó Membrillo.

—¿Lo encontraremos? —preguntó Rufus.

—¿Lo encontraremos? —preguntaron los demás.

—¿Queréis hierbabuena en el té? —pregunté yo.

—¿Hierbabuena en el té? —se extrañó Felicia—. ¡Qué cosas!

—Mañana seguiremos buscando —dije en tono tranquilizador.

—Pero…. —empezó a decir Menut.

—Ya lo hemos hecho —continuó Felicia.

—¡Sí! ¡Y el gorro no está! –dijo Florín.

—¡No está! ¡No está de ninguna de las maneras, por favor por favor, qué mal qué mal! —protestaban los gemelos.

—Pues buscaremos más y mejor, hasta que lo encontremos —animé con estas palabras a todos.

Los gunienanos se fueron a sus hogares excavados bajo tierra. Tenían que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba, que nos aguardaba.

Puse a calentar varios barreños con agua. La bañera metálica es un gran invento. Estaba tan cubierto de resina, tierra y telarañas que tardé un rato en quedar medio limpio. Me percaté de que tenía los brazos y las manos llenos de heridas. «Esto lo soluciono yo con el ungüento de la señora Toneta, que es milagroso y que todo lo cura», me dije.

Me fui a la cama muy agotado y convencido de que no encontraríamos el dichoso gorro dorado. «No debí venir nunca a este monte. Está embrujado», pensé. Quizá la razón por la que había heredado la Casa Solitaria era esa, que el monte Bolet era un tanto especial. De todas formas, yo era el único heredero de mi tío Nicolás; estaba claro que la casa era para mí. «¿Habrá conocido él a los gunienanos? ¿Y a las pequeñas hadas coloridas? ¿Y al ogro Cocotoso? No sé, no sé». Pensando y pensando me fui quedando dormido, tan profundamente dormido que cuando desperté estaba en la misma posición que cuando me acosté.

Antes de que amaneciera ya me había levantado, me había vestido con ropa limpia y había ordeñado a Cabriola, la cabra que tan buena leche me daba. Tenía las heridas casi curadas, aunque me dolía un poco la espalda. Supuse que con un buen desayuno me repondría, así que migué un buen cacho de pan de hogaza en un enorme tazón de leche.

Salí afuera. Como el día anterior, hacía viento. El cielo rojizo de la pasada tarde así lo pronosticaba. Las nubes se iban haciendo y deshaciendo rápidamente: un barco, un elefante, el gorro de Cocotoso. Hacía bastante frío a aquellas horas, así que me había puesto una pelliza y un gorro de lana.

Vi a los gunienanos a lo lejos, bajo la blanquecina y desdibujada luna de la temprana mañana. Los saludé con la mano. Ellos respondieron a mi saludo de igual manera.

Llegaban sonrientes y muy animados, conforme a su espíritu optimista. Empezaba un nuevo día de búsqueda.

V EL RATON “COLORAO”

Ya nada debería haberme sorprendido. Pero aquel ratón que olisqueaba mis pies, me dejó estupefacto. «El gorro dorado está sobre vosotros», decía el roedor. Flau, que estaba junto a mí, se llevó las manos a la cabeza. Yo miré hacia arriba buscando el gorro. «El gorro dorado está sobre vosotros. El gorro dorado está sobre vosotros», repetía el ratón como una letanía.

—Aquí no está —protestó Flau.

—En tu cabeza no, tonto. Está en el cielo —aclaró el ratón—. Soy un ratón colorado y sé que el gorro está ahí; o sea en el cielo; o sea, sobre vosotros; o sea, que soy un ratón colorado.

—¿Cómo dices? ¿En el cielo? ¿Dónde en el cielo? —preguntaba yo.

—¡Sí! ¡Allí está! —gritó Flau.

Flau echó a correr y trepó al primer árbol que vio. Estiró tanto los brazos hacia el cielo que casi se cae.

—¡Está ahí! —gritaba. Y alzaba los brazos más y más—. No puedo cogerlo…

En su afán por encontrarlo, Flau pensó que el Sol era el gorro dorado.

—¡Está ahí! —continuaba gritando Flau.

—¡Es el Sol! ¡No lo mires! ¡Te quemarás los ojos! ¡No es el gorro! ¡Te quedarás ciego!

—¡Sí! ¡Es el gorro dorado! –seguía diciendo Flau muy convencido.

–¡Que no!

—¡Que sí! Pero no alcanzo a cogerlo, parece estar muy lejos…

Conseguí que Flau bajara del árbol. El ratón “colorao” se había ido.

El tiempo iba pasando. Flau y Duniajo subieron a doscientos, trescientos cuatrocientos árboles: pinos, encinas, algarrobos, acebuches…Yo iba señalizándolos para que los gunienanos no volvieran a subir a ellos. Arriba, abajo, arriba, abajo.

Nos sentamos bajo uno de los árboles. Había que comer algo. Duniajo había cargado con algunos víveres, de manera que dimos buena cuenta de todo. Me acordé de los gunienanos que no andaban por allí. Les había recalcado que buscaran bien, que lo hicieran en las dos riberas, que tuvieran cuidado, que no se pusieran nerviosos… Les dije tantas cosas… Un millón de cosas les dije.

Algo destellaba a lo lejos. Duniajo, que también lo había visto, me avisó muy excitado. Salimos corriendo hacia allá. Íbamos locos de alegría. ¡Al fin! Allí estaba, más dorado de lo que yo había imaginado, el gorro de Cocotoso.

Mandé a Duniajo, a Rufus y a Mediomúsico (Flau) avisar a los demás, pero casi no dio tiempo a ello. Sentadita sobre un tronco caído, agitando su varita de arriba abajo, nos esperaba un hada colorida muy dispuesta.

—¡Mostradme que lleváis ahí! —ordenó.

—¿Por qué? —pregunté.

—¡Enseñádmelo! ¡No creáis que vais a engañarme!

—¿Quién eres? —inquirí a la criatura.

—No lo ves…Soy un hada colorida.

—Es el gorro dorado y encantado del ogro Cocotoso –dije a aquella impertinente hada.

—Eso es lo que tú te crees.

—¡Eso es lo que es! –aseguré yo un poco harto.

El hada levantó el vuelo y se posó en mi hombro. «Eso no es el gorro dorado», me susurró al oído. Pero no la creí. Estaba claro que habíamos encontrado el gorro dorado. Aun así, pregunté al hada:

—¿Qué es entonces?

—Es el frutero de oro del Gran Palacio de las Coloridas —contestó ella.

Me quedé atónito ante esta respuesta. Flau y Rufus correteaban muy agitados; parecían temer algo. Duniajo intentaba escuchar lo que el hada me decía al oído. Y debió escucharlo porque, como yo, se quedó boquiabierto.

—¿Cómo? –pregunté más que extrañado.

—El frutero de oro –respondió el hada-. Los gunienanos lo sacaron de palacio. Una de sus tantas travesuras…

—¿Pero cómo?

—Rodando, rodando por la gran puerta de palacio lo han sacado.

—¿Es cierto? —interrogué a Flau, Rufus y Duniajo.

—Yo no sé nada, Pablito —me contestó Duniajo muy afligido.

—No queríamos cogerlo, pero Pruna se empeñó —confesó Rufus. —No, no queríamos —añadió Flau.

—Así que es verdad… —dije resignado—. Y ahora resulta que esto no es el gorro dorado, sino un frutero.

—¡Claro que es verdad! —recalcó el hada colorida.

—Pero no lo chives a la hadatriz —pidió Rufus al hada vestida de lila.

—Violeta no se chivará —aseguró Duniajo.

—¡Violeta no se chivará! ¡Violeta no se chivará! —repetían Flau y Rufus a coro.

—¿Y si no fuera el frutero de oro? —pregunté con un pequeño resquicio de duda.

—¡Sí lo es! ¡No seas incrédulo! Ellos han confesado. Además, su interior está todo manchado de fruta. Iris y Amarilia tenían que haberlo limpiado, pero no lo hicieron —aclaró Violeta.

Miré el frutero. Estaba sucio, así que ante la evidencia lo dejé en el suelo. Me sentía muy decepcionado.

—Vamos chicos –dije a los gunienanos.

—¡Alto! —Ordenó Violeta—. Guardaré el secreto, pero tenéis que ayudarme a trasladar el frutero a palacio.

—Pero no podemos, Violeta. Hemos de seguir buscando —le dije.

—Pues contaré todo a la hadatriz Dorinda Flora de Doré—amenazó ella.

—Está bien. Llevaré el frutero a palacio —dije resignado.

—¡Y que se disculpen los ladrones y las ladronas, o quien sea! —exigió la pequeña hada colorida.

Rufus y Flau pidieron disculpas a Violeta. Eso sí, no dejaron de dar sus grititos. Estaban realmente alterados.

—Gracias. En realidad, el hada Carmina y yo debíamos haberlo vigilado aquel día.

—Y si la hadatriz se entera de que ha desaparecido se enfadará con vosotras, ¿no es así? —presumí.

—Sí, sí. La hadatriz Dorinda Flora es muy benévola, pero debe mantener el orden en palacio.

—Está bien. Te ayudaré.

—Te concederé un deseo por ello —dijo Violeta agradecida.

—¡Un caballo blanco! —pidió Rufus.

—¡No! Mejor verde —rectificó Flau, el gunienano medio músico.

—¡Callaos! —ordené—. Ya sabéis lo que queremos.

Con la promesa de Violeta de concederme un deseo, nos dirigimos hacia palacio. Estaba contento, pues pediría tener en mi poder el gorro dorado. Los gunienanos reían y se empujaban. Yo rogaba al cielo que todo saliera bien.

Violeta abría el paso. Nosotros tres, detrás. El Sol, todavía en el cielo, alumbrando. Mientras hubiese luz teníamos que seguir intentándolo.

Llegamos a palacio casi sin darnos cuenta. Como había imaginado, la estudiada y extraña edificación estaba bien escondida en el paisaje. Tras unas rocas dispuestas de forma estratégica y hecha con una disimulada composición de piedras y plantas variadas se levantaba la morada de las coloridas.

A una orden de Violeta, cuatro conejillos corrieron la puerta de piedra. Entonces, ladeé el frutero de manera que cupiera por el hueco que daba al interior del palacio. Lo empujé hasta bien adentro. Casi no entraba, pues el recipiente, aunque pequeño, era de unas dimensiones normales para un humano. Me asomé y pude ver a las demás hadas muy ocupadas. Entre todas rodaron el frutero y lo colocaron en un rincón. Después, lo fueron llenando con frutos y flores. «Psss», avisé a Violeta.

—Ya estoy aquí —dijo—. Pídeme lo que quieras. Eso sí, está terminantemente prohibido dañar a cualquier ser vivo.

—Mi deseo no es otro que tener en mi poder el gorro dorado y encantado del ogro Cocotoso —confesé al hada colorida.

Los gunienanos lanzaban pequeños gritos de alegría. Violeta levantó su varita. Un fino y brillante polvo de color lila llenó el aire a nuestro alrededor. «Por el bien y el mejor camino, deseo concedido», formuló el hada con su vocecilla.

VI ¡OH LA LA!

Una vez en la Casa Solitaria, miramos con avidez por todas partes. Vi una nota sobre el aparador. Decía:

«Querido Pablo: Estás muy raro últimamente, así que te dejo unas longanizas, unas salchichas y calabaza asada, no sea que te falte alimento y por eso estés de esa manera. No dejes de venir a vernos a la botica. Buen provecho. Sra. Toneta»..

¿Pero dónde estaba el gorro? No lo veíamos. «Tiene que estar. Tiene que estar», me decía a mí mismo.

—¡El gorro dorado! —gritó Bolet.

—¡Oh lá lá! —grité yo también.

—¡Hi, hi, hi! —chillaban los gunienanos.

Sobre un pequeño velador de haya descansaba el gorro dorado. No quise tocarlo por miedo a que el gorro se desvaneciera o algo parecido. Dije a los gunienanos que lo dejaríamos allí hasta que Cocotoso llegase. ¡El hada colorida me había concedido el deseo! No podía creerlo.

Ay, el gorro…! El gorro era tan extraño que no parecía un gorro. Digamos que parecía un hongo. Sí, como un sombrero hongo pero más alto y con el ala más ancha, hecho de algún material desconocido pero muy amarillo y tan luminoso como el Sol.

A pesar de que estábamos cansados, al menos yo, nos pusimos a bailar.

Y para celebrarlo, arreglamos la mesa de una manera especial. Florín colocó un mantel bordado que encontró en un cajón del aparador. Felicia y Pruna la adornaron con flores y velas. Rufus dispuso la vajilla y los cubiertos muy correctamente. Los gemelos Sixto y Sexto partieron nueces y las echaron en bonitos cuencos de porcelana china. Yo cogí los mejores tomates de mi huerto, aunque un poco verdes, para hacer una buena ensalada. Saqué las longanizas, las salchichas y la calabaza asada de la señora Toneta. ¡Ah!, y abrí una botella de moscatel reservada para alguna buena ocasión. Me la habían regalado los aldeanos a mi llegada al Bolet. ¡Qué mejor momento que el de la aparición del gorro dorado para catarlo! Aunque, claro, sólo catarlo. Y brindamos: «¡Por el gorro dorado! ¡Y por nosotros!»

A mitad de comida, recordé lo que Cocotoso había dicho sobre su gorro dorado y encantado. Una audaz idea me vino a la cabeza:

«Llevaré el gorro dorado a la cima del monte. De esa manera, Cocotoso desaparecerá para siempre».

Enseguida deseché la idea, pues podía sufrir algún percance y echarlo todo a perder. Además, tenía que darle una oportunidad al terrible ogro.

El Sol entraba cálido y reconfortante a través de la ventana, tanto que me acerqué a ella para recibir todo su calor. Un blanco caracol bajaba por la pared.

No era nada extraño que algún caracol se colara en la casa. Pero este caracol tenía nombre.

—Soy Carolo, el caracol —se presentó.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Quién habla? —dije para mí.

No estaba seguro de haber oído bien. Acerqué la oreja a la pared.

—Soy Carolo, el caracol —escuché, ahora sí—. Llevo mucho, muchísimo, pero que muchísimo tiempo buscando el gorro dorado de Cocotoso. Sé que está aquí y no me iré sin él —dijo Carolo.

—¿Qué gorro dorado? —Aquí no hay ningún gorro dorado —respondí con disimulo.

—¡Dame el gorro dorado! —exigió Carolo.

—¡Te he dicho que aquí no hay ningún gorro dorado! —le contesté a Carolo.

—¡Imposible! Este es el último lugar que me queda por mirar.

—¿El último?

—Sí. Y ahora dame el gorro. Lo tienes tú.

—¿Para qué quiero yo un gorro dorado?

—No es un gorro dorado. Es el gorro dorado. Si no lo encuentro, Cocotoso hará una gran caldera con todos los caracoles de La Tierra. ¡Nuestra especie desaparecerá!

—Eso es terrible, pero aquí no está —dije al caracol.

Carolo movió los cuernecillos de un lado a otro.

—¡Allá está! —exclamó.

—Eso no es el gorro —grité.

—¡Sí lo es! ¡Lo he encontrado! —afirmó Carolo.

Entonces, ocurrió algo realmente increíble. El gorro dorado se hizo tan pequeño como una pulga. ¡Zas!, y adentro de la concha de Carolo se metió.

Los gunienanos saltaban y corrían por la casa ajenos al problema. Por un momento llegué a creer que aquello era un sueño. Pasaron unos segundos hasta que pude reaccionar. Fui a coger al caracol, pero Rufus se adelantó.

«¡Mirad, un caracol blanco!», dijo Rufus. Lo enganchó con su pequeña mano y salió corriendo de la casa. Yo fui tras él: tenía que detenerlo. Rufus tomó aire y lanzó al caracol ladera abajo. «¡Nooo!»

No dije nada a los gunienanos. Quería evitar que se pusieran nerviosos, así que les propuse un juego: encontrar un caracol blanco.

—¿Qué me darás si encuentro un caracol blanco? —preguntó Sexto.

—¿Qué me darás a mí? —pregunto Sixto.

—¡Queremos saberlo! ¡Queremos saberlo! —prorrumpían ambos entre nerviosas risas.

Y, sin más, salimos afuera. Pero por más que buscamos no dimos con ningún caracol blanco. Ni rastro de Carolo. ¿A dónde habría ido a parar?

—¡A palacio! —ordené a los gunienanos.

—¿Cómo? ¿Qué? —dijeron unos.

—¿Qué? ¿Cómo? —dijeron otros.

—¡Al palacio! ¡Vamos, el gorro ha desaparecido! —contesté a los sorprendidos gunienanos.

Los gunienanos giraban en torno a mí como peonzas: un gran revuelo que no podía controlar. A pesar de todo, mantuve la calma. Inspiré y pensé en lo realmente importante: encontrar el gorro dorado antes de que se hiciese de noche. Sabía que me había metido en un atolladero, pero había que salir de él. «¡Duniajo! ¡Mediomúsico! ¡Rufus! ¡Felicia! ¡Florín! ¡Pruna! ¡Membrillo! ¡Sixto y Sexto! ¡Menut! ¡En marcha!», ordené.

Ya cerca de palacio, el hada Rosa y el hada Iris nos interceptaron el paso. Las convencí para que dijeran a la hadatriz Dorinda Flora que nos recibiera, que se trataba de un asunto que requería la máxima urgencia. Me costó un rato hacerlas entrar en razón, pues las hadas eran un tanto cabezotas. Pero lo conseguí. Rosa e Iris hablaron con la hadatriz.

Las dos hadas salieron al poco rato. “Su Majestad la hadatriz Dorinda Flora de Doré está en sus aposentos. Tenéis que esperar unos minutos”, nos dijo una de las dos coloridas. Los gunienanos y yo nos acomodamos como mejor pudimos. Éstos estaban bastante tranquilos: sentaditos, quietecitos y expectantes.

Por fin, Su Majestad salió de palacio. Blanca y Carmina iban tras ella con mucha pompa. Abandonaron por un momento a la hadatriz y dispusieron un pequeño trono cubierto de flores para que se aposentara como correspondía. Dorinda Flora tomó asiento. Nos dijo que podíamos aproximarnos. Así hicimos.

Conforme llegaba a ella, iba distinguiendo su profunda e inteligente mirada y su dulce sonrisa, una sonrisa que no le quitaba autoridad y con la que nos recibía aquella pesada y rocambolesca tarde. Sus pequeñas alas parecían tan suaves como los pétalos de una rosa. No importa cómo iba vestida porque su singular belleza restaba importancia a su indumentaria. Eso sí, llevaba su color preferido: el verde.

—¿Qué se os ofrece, habitantes del Bolet? —nos preguntó amablemente.

—Majestad… —saludé con una inclinación de cabeza.

—Majestad… —saludaron los gunienanos. Y se quitaron sus gorritos verdes.

—Solicitamos vuestra ayuda —continué.

—Vosotros diréis…

Expuse detenidamente a la hadatriz todo lo ocurrido: desde la llegada de Cocotoso a la Casa Solitaria hasta el encuentro con Carolo el Caracol. Evité hablar del frutero de oro para no delatar a los gunienanos ni a las coloridas. Dorinda Flora de Doré me escuchó con mucha atención. Después, se levantó ceremoniosamente de su florido trono. «Me retiro a deliberar. Esperad aquí, por favor», casi ordenó. Y se volvió a palacio, en donde permaneció unos minutos.

Mi reloj marcaba las cuatro menos cinco minutos de la tarde. El tiempo se nos echaba encima, pero había que confiar. Los gunienanos se estaban comportando. Sabían que estábamos frente a las puertas de palacio y que las hadas no iban a consentir demasiado escándalo. Aun así, escuche algún pequeño gritito.

Al fin, salió la hadatriz. Tomó asiento de nuevo.

—Veréis… Nosotras, las hadas coloridas, podemos conceder deseos —explicaba la hadatriz—. Sólo tenemos que hacer uso de nuestras varitas mágicas.

—¿Qué queréis decir, Majestad? —pregunté a Dorinda Flora.

—Quisiera continuar… —dijo. Y tosió levemente—. Como iba diciendo…, podemos conceder deseos con nuestras varitas mágicas, pero sólo uno cada veintiocho lunas.

—Sí, Majestad —dije como demostración de que estaba muy atento y entendiendo sus palabras.

—El hada Violeta ya ha concedido ese único deseo. Las demás hadas coloridas no podremos hacer uso de nuestras varitas hasta pasado un tiempo porque su poder se ha agotado… De momento, eso sí. El hada Violeta debería haberme consultado antes de actuar tan alegremente —añadió Dorinda Flora.

—Pero vos sois la hadatriz, la reina de las coloridas —dije—. Habrá otra solución. Algo podréis hacer.

Los gunienanos comenzaban a impacientarse. Temí que de un momento a otro se alteraran y se pusieran a dar chilliditos. Pero no ocurrió tal cosa porque la hadatriz dijo que sí había otra solución. Llamó, por mediación de un pajarillo revoloteador y muy plumoso, a las hadas Blanca, Iris y Amarilia. Éstas llegaron con un pergamino que depositaron a mis pies.

—¿Qué es este pergamino? —consulté con muchísima curiosidad.

—Un pergamino a tu tamaño de humano. Puedes cogerlo. —dijo Dorinda Flora.

Me agaché y cogí el pergamino. Estaba enrollado y atado con un hilo de seda dorada. Los gunienanos sentían tanta curiosidad como yo por saber qué había escrito en él. Se asomaron como pudieron, dándose algún codazo, algún empujón y algún coscorrón.

—Ahora, acudid a la ladera norte y subid al árbol más grande y frondoso —dijo la hadatriz.

—¿Para qué? —pregunté anhelante.

—Cuando llegue el momento sabréis para qué y qué hacer —contestó Dorinda Flora—. Vuestro instinto os guiará. Ahora, marchad.

—Majestad…, que tengáis una buena tarde. Muchísimas gracias por habernos recibido. —saludé haciendo una gran reverencia.

—Majestad… —se despidieron los gunienanos quitándose, de nuevo, sus verdes gorritos.

Estábamos muy confusos por la solución que nos había dado Dorinda Flora. A pesar de todo, pusimos rumbo a la ladera norte con cierta esperanza.

VII LA CANCIÓN DE DORINDA FLORA

Las cuatro y media de la tarde. El viento seguía soplando. Los gunienanos sabían bien cual era ese inmenso árbol al que subiríamos. Estaba algo alejado de la cueva de Cocotoso y a mitad de camino de la cima. Se trataba de una preciosa encina, un árbol del que había oído hablar en la aldea y del que decían que tenía más de mil años.

—Es el árbol más grande de toda la montaña. ¿Verdad Duniajo? —dijo Felicia.

—¿Verdad Pruna? —dijo Duniajo.

—¿Verdad Membrillo? —dijo Pruna.

—¿Verdad Flau? —dijo Membrillo.

—¡Es el árbol más grande del mundo! —dijo Menut.

—Sí, Sí —dijeron Sixto y Sexto.

—¡Callad! —pedí—. ¡El tiempo se nos echa encima!

Subieron los gunienanos al árbol más alto y frondoso, al árbol lleno de ramas que eran como largos brazos. Treparon con facilidad. Yo lo hice después con algo más de trabajo. Había sitio suficiente para los once. Unos en una rama, otros en otras, y así… Aquel inmenso y viejo árbol nos acogía a todos. Saqué el arrugado pergamino del bolsillo de mi pantalón. Había luz suficiente.

Leí:

Con sueño y cansado espero
que aquí se presente el ogrito.
Entonces, quisiera dar tal grito
que ni un dedo se trague entero.

¿En dónde está el gorro dorado?
Pues yo no lo descubro ni veo.
En muy perdido lugar, yo creo.
Todo él sin color y rajado.

Que Cocotoso no nos encuentre
o acabaremos en su vientre.
Mas el ogro no nos comerá.
Ni de este árbol nos bajará.

No imagines que sea el Sol.
Ni te creas que lo hallarás.
Lo ha robado un caracol.
En su blanquita concha está.

¡Adiós ogro Cocotoso!
¡Adiós gorrito dorado!
¡Adiós ograzo mostoso!
¡Verás que estás acabado!

Lo leí de nuevo. Una vez y otra más lo leí, hasta que los gunienanos lo aprendieron de memoria. Algo en nuestro interior nos impulsaba a recitarlo sin parar. Y así hicimos: sin descanso, guiándonos por nuestro instinto, cada vez más fuerte, cada vez más alto, cada vez más animados.

Poco a poco fuimos poniendo musiquilla a los versos, de manera que acabamos cantando. Flau consiguió acompañar la canción con su flauta, sin desentonar y dando más viveza y poder a nuestras voces.

El Sol ya estaba en el horizonte. Y cantamos y cantamos. Más y más y más. Y la flauta sonaba y sonaba.

Una fortísima ráfaga de viento nos bamboleó. Las hojas del árbol frondoso volaban y caían. Nos sujetamos a las ramas como pudimos, pero no dejamos de cantar nuestra canción.

Envueltos en aquella inmensa ráfaga de aire, llegamos hasta la cueva de Cocotoso. Fue un traslado fabuloso y agitado. Pensé que fue un bufido del ogro lo que nos había llevado hasta allí.

Los gunienanos se apiñaron en torno a mí. Estaban mareados y no sabían bien qué ocurría. Había poca luz en la cueva, sólo la que daba una tea sujeta a la roca y de la que emanaba un fortísimo olor. Todo era muy tenebroso y sobrecogedor, tanto que sentí un frío sudor por todo mi cuerpo y mucho miedo por mis amigos.

Y Cocotoso ante nosotros. «Me gustaría escuchar de nuevo vuestra canción», dijo inesperadamente con su vozarrón. «Escuchar de nuevo vuestra canción». O sea, ¿nuestra canción? Aquello era un tanto extraño. «Por supuesto», dije bastante impresionado.

Cocotoso reía. Su risa sonaba alegre. No podía creerlo. Parecía haberse transformado. No era el mismo ogro. Su aspecto ya no daba miedo, sino que inspiraba confianza y ternura.

Y cantamos todos, dejándonos llevar por el entusiasmo:

Con sueño y cansado espero
que aquí se presente el ogrito.
Entonces, quisiera dar tal grito
que ni un dedo se trague entero.

¿En dónde está el gorro dorado?
Pues yo no lo descubro ni veo.
En muy perdido lugar, yo creo.
Todo él sin color y rajado.

Que Cocotoso no nos encuentre
o acabaremos en su vientre.
Mas el ogro no nos comerá.
Ni de este árbol nos bajará.

No imagines que sea el Sol.
Ni te creas que lo hallarás.
Lo ha robado un caracol.
En su blanquita concha está.

¡Adiós ogro Cocotoso!
¡Adiós gorrito dorado!
¡Adiós ograzo mostoso!
¡Verás que estás acabado!

Aplausos por parte de Cocotoso. Los gunienanos aplaudiendo. Yo aplaudiendo. «¡Bien! Creo que voy a cenar. Con tanta emoción, se me ha abierto el apetito», dijo el ogro. Gritos, carreras, tembleques. Los gunienanos intentaban escapar, pero no encontraban la salida. Aquello parecía una jaula de grillos. Nos dimos un susto de muerte.

—Haré una buena cena vegetariana, a la cual estáis todos invitados —continuó diciendo Cocotoso.

—Claro —acerté a decir.

—¡Hi, hi, hi! —gritaban los gunienanos.

—¡Adelante, adelante! Podéis pasar al humilde salón de mi humilde cueva —nos invitó Cocotoso haciendo un ademán con sus manos y su cabeza.

Y pasamos al que era su salón. Todos tan contentos, tan hambrientos, tan encantados. Y tan tranquilos, pues todo había terminado.

VIII EL PRINCIPIO DE UNA NUEVA VIDA

Cocotoso no recuperó su gorro dorado. Pero no fue necesario para que sí recobrara la bondad y el buen humor. Solamente hizo falta que su corazón sintiera, que «algo» especial llegara a él. Y así había sido.

Este era el comienzo de la nueva vida de Cocotoso y, por tanto, de los demás habitantes del monte Bolet. Aquel maravilloso monte donde viví la más maravillosa de las aventuras.

FIN

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