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Irmina

V

Los dramáticos últimos acontecimientos habían ido conformando en mí la génesis del cambio: un alternativo Simon se aproximaba dispuesto a presentarse y reemplazarme sin más. «Mi auténtica nueva vida» ya se manifestaba: una difusa emoción mental, que parecía destinada a derrocar pensamientos claros y conscientes, se empeñaba en abordarme. Pero todavía tal difusa emoción mental (si así puedo llamar a la incipiente fase de mi proceso de transformación) no era en exceso llamativa. Me preocupaba, más que cualquier otra cosa, que Carmit fuese restableciendo conductas habituales en ella; realmente, parecía estar consiguiéndolo: el mutismo de las últimas semanas había ido dando paso a la disposición e inspiración que siempre la distinguieron. Así alegó en una ocasión: «Como regalo de mi propia naturaleza». Pero a pesar de su innata condición, también en ella había hecho mella tanta adversidad.

Una mañana de esa fatídica primavera, aún sumido yo en una mansa pesadumbre difícil de abandonar, Carmit vino a buscarme adonde me encontraba. Sus ojos brillantes y su rostro sudoroso y enrojecido revelaban cierta agitación. Con voz y respiración entrecortadas me rogó que mantuviera mi cabecita y mis oídos de niño bien dispuestos para encajar lo que tenía que decirme.

Carmit, parapetada tras una silla y abrazada fuertemente a un libro, comenzó un enardecido e insospechado discurso. Pero tal como una madeja de hilo que se echa a rodar por el suelo y que termina por enmarañarse, el discurso también se iba enredando a medida que avanzaba. Cuanto más hablaba ella, menos entendía yo. Aun así, hice lo imposible por mantenerme en guardia y no ensimismarme, pero en mi cabeza sólo cabían imágenes que pretendían llevarla por el camino menos indicado. La «difusa emoción mental» fructificaba en mi joven ser. Abandonado en un mundo de símbolos y de palabras inconexas me parecía estar soñando más que viviendo la verdad del momento. Podía ver a Carmit circunscrita en una pequeña parte de mi cerebro, casi desaparecida en la maraña de sus propias palabras y de mis pensamientos. El tiempo, que parecía haberse detenido, corría en mi contra y en beneficio de aquel discurso intricado e ineludible. ¿Pero qué quería decir Carmit?

Dispuesto a ovillar la madeja antes de que acabara de deshacerse del todo, puse mi máxima atención. Afortunadamente, una palabra haría diana en mi cerebro: «Aleth». De la ensoñación a la consciencia, de lo imaginario a la realidad del instante, de lo abstracto a lo concreto: «Prohibido mencionar el nombre de Aleth Stadepole. Prohibido hacer ninguna referencia sobre su persona. Salvaguardar la memoria de los que ya no están con nosotros es nuestra misión primera». Había podido leer esas mismas palabras recién pronunciadas por Carmit en una nota que ella misma, en algún momento, había introducido en un bolsillo de mi bata. Pero yo era sólo un niño: no podía ver más allá de la génesis del mensaje…

Carmit me hizo prometer que no desobedecería nunca la petición que acababa de hacerme. Asentí a su pretensión sin decir palabra. Ella suspiró y me abrazó con cariño mientras me llamaba pequeño huérfano desafortunado. Permanecimos abrazados largo rato. Lloramos por la desaparecida Sibi y por el desaparecido capitán, sin más recurso que el de nuestro llanto, sin otro dolor que el de la separación. Los sentimientos más dolorosos aún nos golpeaban como furiosos embates de mar en un día de tormenta. Aquella mañana de primavera nos había hecho sufrir a pesar de su luminosidad y tibieza. La advertencia de silencio de Carmit me había desconcertado, pero entendí que su actitud era propia del momento que estábamos viviendo. Presumiblemente, ella quería poner un punto final a las divergencias internas que soportaba. Sin embargo, todavía permanecería un tiempo entre ese estado de difícil aceptación y su estado natural.

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