Mi nombre era Arlina Castro de Águilas. En este momento inexistente no tengo nombre ni edad. Descanso en un lugar espacioso, callado, apacible, desconocido por otros… Aunque no respiro, sigo implicada en mi existencia. La luz que me envuelve me permite saber lo que fui. Soy absolutamente libre. Soy feliz. Algunos seres me acompañan. Yo los acompaño a ellos.
Zelina e Ilsa eran mis hermanas. No han dejado de serlo, mis hermanas. Yo andaba en medio de ambas intentando pasar inadvertida. Aroldo era mi hermano. No ha dejado de serlo, mi hermano: el cuarto en el orden fraterno. Mi madre, que sigue siéndolo, se llamaba Selena Belisa. Mi padre, que aún lo es, se llamaba Frans Iezu. Todos estos seres son especiales, como lo eran entonces: especiales. En este inexistente momento no tienen nombre, porque en donde me hallo, en donde nos hallamos, nuestras voces no se escuchan. Tampoco tienen edad, pues aquí, las horas pasan sin dejar rastro; son cúmulos vacíos que no acaban de llenarse, siquiera sí comienzan…
Hace un tiempo, lustros, siglos o milenios, no sé bien, descubrí que la casa en la que vivíamos mis cinco amados seres y yo se asentaba sobre el mismísimo infierno. Tan sólo había que pisar fuertemente sobre una loseta que estaba suelta —sujeta al piso por simple acoplamiento— para llegar a tan extravagante conclusión: por allí salía el humo de las calderas de Pedro Botero.
Un día, rebosante yo de curiosidad y —por qué no decirlo— de algún temor, levanté aquella loseta: la pequeña puerta del infierno se abrió sin demasiada dificultad. Yo había acercado mi infantil rostro a aquel pedazo de pavimento a fin de poder asomarme al profundo, ocultado, misterioso, terrible y primitivo mundo, o sea, al fatídico y demoniaco lugar. Pero cuál no fue mi desengaño al comprobar que al mismo nivel que la moteada y cuadrada pieza de terrazo que acababa de retirar tan sólo se mostraba un rugoso suelo de argamasa de cemento y arena totalmente desmoronado. Nada pude ver, pues nada más había que lo ya descrito. Mi inocente mirada se perdió ante tan terrenal y vulgar visión en un leve pensamiento de decepción. Dejé caer la loseta para devolverla a su lugar de origen. Y, entonces, la ligera nube de polvo—el ficticio humo infernal— que se levantó me acabó de devolver a la realidad más cotidiana. Había cerrado la falsa puerta del averno.
Nadie separó nunca la inestable baldosa del pavimento para comprobar lo incomprobable, es decir, para demostrar algo que, por no ser como yo había imaginado, resultaba indemostrable. La gran suerte: nuestro hogar no se había construido sobre el infierno.
Mi nombre era Arlina Castro de Águilas. En este momento inexistente no tengo nombre ni edad, o sí. Descanso en un lugar espacioso, callado, apacible, desconocido por otros… Aunque no respiro, sigo implicada en mi existencia. La luz que me envuelve me permite saber lo que fui. Soy completamente libre. Soy feliz. Algunos seres me acompañan. Yo los acompaño a ellos.