Yo iba mirando los cerezos uno a uno.
Era mi consuelo contemplarlos,
la manera de no golpear mi alma.
Pero a las doce en punto del mediodía,
dos horas después de iniciar mi paseo,
ya era Rosamunda: la princesa gépida.
Blanco de Cárpatos y viento.
Rosa rosae, rosa rosae.
Bien pronto aborrecí a Rosamunda,
pues llegaron a mí atroces ecos del siglo VI.
¡Líbreme Dios!
Me convertí en cerezo (familia Rosaceae).
Miles de pétalos caían a mis pies
con su efímero y ligerísimo rosado.
Quedé desvestida y sin perfume:
era invierno en la primavera de abril.
Quise ser entonces roja rosa en tu jardín,
para pinchar tus blancas manos
cuando acercaras el filo de tu espada.
Rosa rosae, rosa rosae.
¡Pero cómo dejar que el rojo sangre
salpicara tu dorada corona de laurel!
Esquivarte era mi consuelo,
la manera de no golpear mi alma.
Desmayarse bajo el rosetón
de una catedral parecía buen invento.
Sevilla, las cuatro de la tarde.
¿Acaso había muerto?
¿Acaso el frío y duro suelo era el sepulcro
en donde me abandonaría para siempre,
en dónde yo, Rósula, dejaría de ser?
Rosa rosae, rosa rosae.
Vinieron a buscar mi cuerpo yerto
con tenues ecos de rosario.
Pero el corazón latía fuerte,
con el delirio de los sentimientos.
Y el delirio sonrosaba mis mejillas
y hacía volar las alas de mi frente.
Dormida sobre el suelo había soñado
que era la Rosaura de Calderón.
Vestí, pues, sus ropajes barrocos
y sujeté mi espada al cincho.
Vengarme era mi consuelo,
la manera de no golpear mi alma.
Entre enredo y más enredo,
ese sueño era una vida.
Junto a mí el gracioso Clarín.
Rosa, rosae. Rosa rosae.
Escuchando al infelice Segismundo
me bastaba y me sobraba.
Soñar era mi consuelo,
la manera de no golpear mi alma.
Desperté entre rosellas africanas.
El leve rosicler de la mañana
y el rosillo sobre los ababoles
iban llevando las sombras de la noche.
Escapar de la oscuridad era mi consuelo,
la manera de no golpear mi alma.
Rosa rosae, rosa rosae.
El sol me ardió entre los pechos.
Antes dejaría quebrar la paz de mi espíritu
que pasar por la Rosana en los fuegos.
Meléndez Valdés me perdone.
Yo iba mirando los cerezos uno a uno.
Era mi consuelo contemplarlos,
la manera de no golpear mi alma.
Al pasar frente al árbol trigésimo octavo,
en las orillas del Sar me encontraba.
Aún no daban las tres de la tarde
y ya era la poeta Rosalía.
Me empapaba bajo la tormenta.
Y bajo la tormenta componía.
Rosa, rosae, rosa rosae.
Escribir era mi consuelo,
la manera de no golpear mi alma.
Pero yo quería escribir mis propios versos,
recitar mis poemas sin sentido.
Bla, bla, bla…
Y tanto insistí que a las cinco dejé de ser Rosalía.
Yo iba mirando los cerezos uno a uno.
Era mi consuelo contemplarlos,
la manera de no golpear mi alma.
Rosa rosae, rosa rosae.