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Irmina

Rondar de las penas

No coloqué los verbos en su sitio,
no emparejé sílaba con nota alguna,
no dejé que escaparan las gracias de mi alma.
Se me fue yendo el sentimiento.

Posé en mi regazó el corvo de la guitarra,
mas no pude pulsar los tensados hilos:
mis dedos de espuma sangraban.
Se me fueron volando las manos.
Se me fueron perdiendo las cuerdas.

Quise bailar para apartar mi suplicio,
pero no se tenía mi falda de raso,
ni se tenían las cintas de mis zapatos,
ni me acoplaba el cuerpo goyesco;
y las horquillas que me repeinaban
como aguijones se me clavaban.

Dejé la flor que nunca encontré
en un lado de mi pensamiento,
al otro lado puse una peina de concha.
Me busqué en el espejo dorado
de la cruel y loca imaginación.
¡Ay, Dios!
¿Qué ventolera soltó la flor de mi pelo?

Pisoteé la rosa de oscuro y viejo carmín.
¡Qué fatiguita en el alma!
Se fue volando la rosa.
Se me voló la peina de concha.
Y tanto ahondó el ardiente ocaso
en el horizonte de mi cabello de plata
que me fundió los talentos.
Voló el saber de toda mi vida.
¡Váyase mi condena!

Intenté bailar al compás;
a compás, a compás de «abandolao»:
tres por cuatro, tres por cuatro
(un, dos, tres y uno, dos y tres),
pero las sombras trabaron mis pies.
Se me fueron volando las piernas.
Se me fueron huyendo las artes.

Cantaron por mí los ecos de la sierra.
Mil veces los ecos bermejos cantaron:
«Con tibio cárdeno un lirio
ha de cubrirte los pechos,
pues tanto es tu delirio
que se han quedado maltrechos».
Obligada métrica, rima consonante.
Se fueron volando mis versos y cantes.
Se fueron volando las musas.

Me puse a dormir en el Tajo de Ronda,
arrumbada en la ciencia de la pena,
por ver si el Guadalevín me arrancaba
—que sí— las carnes de la garganta.

Los pulidos cuernos de un toro
hundieron su brillo en la niebla.
Tres arañas negras (malaje que tienen)
cruzaron mis sueños sin luces.
¡Qué bulla traían!
Tejieron sus redes dando bandazos.
Mis ojitos llovían como nimbos sombríos.
¡Ay!, que el alba ya era la mañana.

Quiero templar mi guitarra,
hijico del alma —sexta cuerda en re,
tercera en fa sostenido—,
pero el arce se ha tornado hierro,
y el terral ha tronchado mis brazos,
y los dedos me siguen sangrando,
y se fueron volando mis manos.

Hijita de mis entretelas,
que me encierren con tranca de acero
en la torre más alta de palacio.
Si Dios recordara mi nombre…
Pero mi nombre también se ha volado.
Y mi corazón: RI-A-RI-A-TA-TA.
¡Ay!, rondar de las penas.

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