Romola: has venido a despistarme
o, en su defecto, a llevarme media vida.
Sí, pareces perversa,
y, en cambio, no lo disimulas.
Salvaje mía, ¿estas contenta?
Tengo miedo:
la lluvia eterna es en este tiempo,
y el viento no deja de azotar las almas
y de arrancar cada pétalo de su flor.
Nada hay más allá que nuestras armas
—quizá inservibles—, nada, nada.
Oh, Romola, animal descontrolado:
has deshecho, hecho pedazos, roto,
con toda la rabia de tu pensamiento,
esta existencia mía remendada.
Porque hubo otro tiempo,
y yo lo arreglé como pude,
como pude zurcí cada boquete de mi corazón;
y tú has esperado el peor momento,
ahora, cuando los jazmines en mi pecho
no lo perfuman ni embellecen.
Te encontré entre viejos trastos:
ni siquiera te conozco.
Tú sabes de mí, pero tampoco me conoces.
Ya ves, apareces como si nada,
como si quisieras arruinarme a toda costa,
a mí, a mí que voy huyendo de terrores.
Ay, Romola, escucha:
te he puesto nombre por ponerte,
pero no te tomes libertades.