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Irmina

Redención

Huye el fascinador de su mundo,
de ese mundo que él mismo había inventado.
Hoy sabe que aquello que creyó perfecto,
irremplazable, único, incuestionable, no lo es.
Sólo es un engaño. Sólo fue un engaño.
Con paso tardo inicia el inventor la huida:
sin decir adiós, sin anunciar la fuga.
Sus pies espinos no le impiden marchar
ni dejar de romper las fronteras de la noche.
Forca en mano atraviesa paredes de cristal
y navega por duros océanos de cuarzo.
Sobre su piel hay mil escamas engarzadas.
Una tormenta de viento y truenos lo persigue.
Pero allá va, saltando ágilmente las breñas
y lanzando gritos de liberación y redención:
lejos de las ascuas donde su miedo calentaba,
lejos de donde sus veladas infinitas…
Poco a poco, el horizonte lo va dotando
de un virginal y radioso aspecto.
Ahora, la bermellona e inspiradora aurora…
Ahora, él.
Cesa la tormenta su rebate endemoniado.
Llega la calma.

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