I NIÑO
Niño de sucio cieno,
mi niño anciano,
mi ceniciento niño sin pecado,
mi niño de ónice y azucena:
de entre todos los niños el más bello.
Desnudado de la risa y la ventura,
añascando centésimas de vida,
en el largo camino te descubro,
mi niño de cedro y negra espuma,
mi niño anciano,
mi ceniciento niño sin pecado.
Y te miro.
Y te miro.
Y acaricio tu cuerpo vestidito de abandono.
Niño, que te has marchito,
que te has muerto,
que te has muerto antes de morirte.
La amanecida apaga las estrellas
cuando en tu tumba de acero te despiertas,
cuando sin mimos ni compaña te despiertas,
cuando te despiertas con tan sólo el llanto
de azulados y llorosos cirios.
El poniente enfurecido te lacera,
y bajo la favila y el sol más violento
se incendian tu fe y tu memoria.
¡Qué imaginación la de la vida
que equivoca el sentido de justicia!
¡Qué imaginación la de la vida!
II NIÑA
Sobre tu fina tez hay flores
de un excesivo y cruel matiz agonizante,
que te envuelven, niña,
mi niña vieja,
con un sañudo cendal inmaculado.
Y te veo en el camino.
Y te miro, niña ciega,
niña de cera sin canciones
o romanzas que te arrullen en el sueño,
niña sin más nada que cada una de tus manos
cavando una huesa entre despojos.
Niña que maceras tu desgracia,
niña de maduro rostro inacabado,
niña, niña, más hermosa que esa luna
que te llena de muerte sin quererla.
Ya no rezas siquiera, niñita de aceituna;
el tormento puebla tu pensar celeste,
tu inocencia de mujer pequeña,
tu saber tan perfecto de la vida.
En el silencio estruendoso de la noche
la oscura blonda de tu pelo se confunde
con la impenetrable y gélida penumbra.
Sobre tu fina tez hay flores
de un excesivo y cruel matiz agonizante.
¡Qué imaginación la de la vida
que equivoca el sentido de justicia!
¡Qué imaginación la de la vida!