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Irmina

Poemas del XXV al XXXIII

XXV

Igual que el doble péndulo,
has ido describiendo
tu enredada trayectoria:
un movimiento caótico.
Aun así, puedo calcular tus límites.
No siempre el caos es impredecible.
¡Desconcierto de la ciencia!

XXVI

¿Un cortocircuito en mi mente,
aquella noche de principios del estío
en que resolviste incendiar mis versos?

«Dioniso desde su trono nos contempla».
El licor dejó que en mi cóncava memoria
se esfumara todo vestigio de tu culpa.

¡Y de qué esplendores te envolviste
para encubrir tus maldades y tus iras!
Ni en la corte de Luis XIV…

Presidía un bronce el portón de tus jardines:
un azor de poderosas alas y curvado rostro.
Fue el espectador de tu arrebato.

Tú te arrimabas a los fuegos, tentada,
sigilosa, con la lividez de un espectro,
pero cubierta por el oscuro paño del ocaso.

Yo me rodeaba de un denso vapor de nubes
que hacía esfumarse la conciencia.
Temblor de tempestades y volcanes…

En un descalabro convertiste la noche,
la noche de Sant Joan, la noche,
la noche en la que un penacho de plumas
de avestruz —tu corona— te adornaba.

¿Cómo hacerte entender?
Me retuviste con el gustar del vino;
y entonces anduvo nuestro tiempo
destilando un largo, larguísimo,
interminable momento de tantas horas
que dio una vuelta sobre sí la Tierra.

Rotábamos entre gas, rocas y polvo.
¿Por qué me castigas? ¿Por qué?
Quemaste mis escritos: los quemaste.
No sólo eran papeles. No lo eran.

Escribió Emily en un poema
que el cerebro es más ancho que el cielo.

XXVII

Cientos de plumas habían dejado de volar,
pues alas de pez los pájaros tenían.
Tú renegabas. Te revolvías como el río.
Arremetías contra mí.
Raggen. Rondelle. Rondelle.
Rogabas a no sé quién por las cántaras.
Y yo, a riesgo de perderme entre roja sangre
y negro vino, rezaba por salvarme.
«No merezco un final tan encrespado».
¿Cómo el puente descosido te abrió paso?
¿De qué manera endemoniada llegaste?
Era tu capricho mi vergüenza.
Raggen. Rondelle. Rondelle.
¿Y por qué prendiste tus antorchas
si ya me alumbraba la luz de la razón?
¿Por qué tu fulmínea mirada?
¡Redoble de atabales al ritmo de tu rabia!
La tormenta desgarró las dos orillas,
excavó en los anchos bordes
y anegó los surcos y huecos desaguados.
Sin voluntad alguna los juncos tiritaban.
Ploraban los sauces el claro de su verde.
La fronda se había enmarañado
y navegaba a lomos de las aguas turbias.
Pero tú no eras consciente, Rábena,
sólo rogabas por las viejas cántaras.
Acompañé mi horror con un canto fúnebre:
Ay, ángeles, ángeles alados,
vuestras trompetas gemidoras oigo.
¿Acaso la muerte ya me está esperando?
Al cabo, haced sonar vielas, arpas,
chirimías y dulcemas. ¡Tocad, tocad!
No dejéis de lado los aros de sonajas,
pues me han de alegrar ese momento
en que el sueño quebranta la existencia.
¿Mis versos se vendrán conmigo?
Llevadme, llevadme, ángeles alados,
y que el pecho, cubierto de blancas
azucenas, no se atreva a despertar.

XXVIII

La aurora lleva amapolas en su vientre.
Sabes, Rábena, entenderme.
Quiero ceñir mi cabeza con corona de laureles
y del cruel olvido protegerme.

XXIX

He vuelto a vueltas con mis cosas.
Dices que habito la orilla más deshecha,
tan delirante de mí misma
que mil rayos me partan si hace falta.

Quisiste volver con la tormenta, volviste:
de esa manera tuya, precipitada pero lenta,
que ha de llevarte a la tumba un día.

Cruzaste el Rubicón, cruzaste.
«Alea iacta est».
¡No, aún no has lanzado los dados!
¿Que por mi pescuezo cayera el vino?
¿Que a borbotones subiera a mi cabeza?
¿Que el goloso de su miel me cautivara?

¡Qué sospechas provocas en mí,
tú que tan ingenua me crees,
tú, profana de mis versos y canciones!

Entre desventuras, dramas y tragedias vivo:
un trastorno devastador y ruinoso;
mas no preciso de tus placenteros tragos,
pues soy consciente de mi condición.

¡Qué más da que mi llanto
enturbie el rojo aurora de las rosas,
el traslúcido azul de una libélula
o el frenético aletear de un colibrí
si nada en ellos es fingido!

XXX

Si a razones te avinieras…
Pero todo del revés aparece ante tus ojos.
Crees que mi desgracia es mi rareza.

Destruyamos nuestras fuerzas,
que sin remedio han de encontrarse:
en eso consiste el equilibrio perfecto.

¡Qué será de nosotras! ¡Qué será,
pues un letal impulso nos llevará la vida!

En los cárdenos del alma me ahogo,
mas seguiré cantando sin respiro.
Tú querrás dar fin a una copa sin fondo,
llena del sabor que nunca ha de saciarte.

XXXI

¿Abriste, Rábena, el odre de los vientos?
Sobre la hierba fresca yo bailaba.
Yo cantaba:
Marlbrough s´en va-t-en guerre.
¡Oh, flowerin rush!
Cada racimo de sus flores rosas
me pudo haber entretenido.

XXXII

¿Acaso no deseas que a la vida salga,
que a tu orilla vestida de fustán regrese?
Pero yo me envuelvo en una fina fárfara
que se irá desgarrando lentamente
y dejando al aire hasta la médula.

XXXIII

Si resto ninguno de mis versos
supieras en tu alma acomodar,
dejar con cierta estática postura,
—así, sí, así como te digo,
como tan sólo muestra,
como simple y miserable rastro
de lo que, hostiles o contrariadas musas,
en silencio casi ni dijeron,
o lo que ellas mismas, ya más amigables,
al oído me contaron,
o lo que, alborotadas, a gritos expresaron—,
recuerda que nadie nació sabiendo…

Si algo más que un desnudo resto,
algo más que una migaja desmigada,
es decir, un verso colmado, rebosante
de esos signos que lo llenan de sentido,
un verso de cualquier daño ileso,
un verso inalterado, novísimo, entero
—intacta cada una de sus letras—,
un verso ofuscado en ser parte principal
de aquello que te escribo a ti
(a ti que no dejas de profanar mi nombre,
que desorientada y ficticia y fanática
y errónea has decidido llamarme),
no pudieras en tu alma acomodar,
recuerda que nadie nació creyendo…

Si cierta estela de belleza, racional
o delirante, encontraras en una de estas voces,
en un único y explícito silencio,
acaso bebería yo de tu ardiente o dulce copa.
Pero más hará el duro corindón sobre la cendra
que en tu alma el más sentido verso.
Oh, Rábena, es lo mismo,
seiscientos versos y uno más te escribo.

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