XVII
Escucha, Rábena, escucha…
Hoy he corrido por los campos como loca
—no ha dejado de rugir mi alma en tanto—
y con mis tristezas he llegado hasta el río.
Nunca el puente antes meció mi corazón
con sus hechuras de madera y cuerda.
Me quedaré en la otra orilla,
pues en el desaliño de mi alma quiero vivir.
Me quedaré en la otra orilla,
porque en la plenitud del abandono me describo,
porque allí, como Unamuno,
sobre el sentimiento trágico de la vida filosofo.
Allí quiero vivir, vencida por mis dramas,
y a la luz de mi torpeza recitar mis versos.
Sin nadie, sin nadie, sin nadie que me escuche,
embelesada en el suplicio de mi razón oscura.
XVIII
Alabo esos momentos en que los recuerdos
fulgen y truenan y desbordan el espíritu.
¿Acaso quisiste borrar para siempre
los rastros de aquella imborrable noche?
Hoy, Rábena, como traído por los dioses,
esto ha venido a mi memoria:
Las ninfas danzaban a la luz de las luciérnagas:
al compás de los céfiros, las hijas de Zeus
iban y venían ataviadas con gasas de color.
Un dulce vino, de tu mejor cosecha creo,
habías derramado en mi garganta.
Un torrente de suaves jugos alimentó mi cuerpo,
y el aroma a sol y huerto llenó mi alma.
Ya nada más que flores había entre mis dedos.
Tú, Rábena, volvías a confundirte:
las zinnias no son dalias, no lo eran.
¡Cuánto se afanaron tus palabras —ahora sí—
en desmentir las mías con una fingida bofetada!
¿Pero acaso una flor no se diferencia de una otra?
¿Un ser de otro ser no es distinto acaso?
Juegos de vidrio bajo el sol nocturno:
añicos de mi pecho en los cielos de verano,
añicos de mi cuerpo sobre la blanda tierra,
momentos de los que casi no habría de volver.
Las zinnias no son dalias;
acaso se parecen, acaso se parecen…
Cesaron las ninfas su vaporosa danza
entre miles de pétalos despedazados.
«Sal a la vida, sal», dijiste entonces,
cuando más inmersa estaba en mi embriaguez.
Tu deseo resplandeció como una estrella.
Te aseguré que la luna nunca giraría su rostro
(refiriéndome al acoplamiento de marea),
y conjugué, por fatigarte, irracionales verbos.
Sé que desaté con mi gesto la tormenta:
a la hoguera, que el solsticio de verano
te invitó a encender, arrojaste mis poemas.
¡Santos benditos del cielo!
Las ninfas ya están en el Olimpo…
La golondrina se convirtió en un mirlo,
el albatros una gaviota era.
El azor te observaba con el bronce de sus ojos…
Se fueron apagando los fuegos crepitantes.
La incandescencia de las brasas
dejaba un poso de desnudez sobre la tierra.
¿No hay más estrellas que rosas?
XIX
¿Acaso abriste el odre de Eolo?
Si yo no dudara…
SI tú quisieras contarme…
Pero ya estoy fabulando, ya estoy fabulando…
Mis lanas quedaron empapadas.
¿Si como Ofelia me hubiese dormido sobre el agua
—adornado mi cuerpo con blancos vuelos
y las sienes ceñidas con silvestres flores—,
quién me habría llorado, Rábena?
¿Quién mi cruel destino sufriría?
Pero el río sujetó mi alma con sus manos.
Mis lanas quedaron empapadas.
XX
Blandía el sol sus sables de largo fuego…
He reído mientras lloraba, Rábena.
¿Es la risa el llanto del ensueño?
He reído mientras lloraba, Rábena,
poque el calor y la luz me han confortado.
¿No es la risa una reminiscencia
del grito de victoria ante el adversario?
Sí, Rábena, tú lo sabes: Gruner te lo dijo.
Reír causa estragos en mi alma,
pues sigue mi frente pensando.
Si yo invencible fuera…
Pero invencible sólo es el tiempo.
El tiempo: la peor tragedia.
XXI
Como esa llamada Quintaesencia
o hipotética energía que pretende
explicar la expansión del Universo,
así, como un simple postulado,
quiero hoy aparecer ante tus ojos.
XXII
Me tienes por extraña y ridícula.
Me tienes por díscola y soberbia.
Me tienes por místicamente engreída.
¿Crees que la insolencia me domina?
Byron ocultaba su cojera con ingenio:
alegoría de la superación del humillado.
Al paso desarmado y altivo del poeta
yo marchaba entonces; entonces,
cuando a la vida salía sin tu encargo.
Jugaba a cazar palabras en mi alma,
me asomaba al hueco que había
entre la absurda realidad y el sueño.
Un trajinar sin rumbo comenzaba.
Y mientras tanto, la vida, tú,
la vida y tú os encogías de hombros.
XXIII
De púrpura tiria me he vestido.
Sabrás así que he vuelto
a florecer entre las malvas y los lirios.
Mas vendrás en hilos de seda, descompuesta,
a tejer tu sutil y tupida malla.
XXIV
Hoy vuelan más lejos que nunca las gavinas.
«No vuelvas a buscarme, Rábena», te dije.
«El bullir del río en esta orilla
deja en el alma un regusto entre amargo y acre.
No hay sabor que a tal sabor se iguale».
Pero ensayas la manera de arrimarte;
y entre las peñas vas pateando,
atarantada, con hiperbólica mirada en rededor.
La tormenta es una salvaje y natural forma
de alejar tus cueros de mi orilla.
¡Qué más quisiera que el inaccesible paso
que a mí lleva se eternizara en tu conciencia!
¡Qué mayor deseo que una repentina
y frágil Rosalía te saliera al verde del camino
y con dulce acento te llenara de saudade.
Facerte chorar…Facerte chorar…,
y que lilios se hundieran en tu alma.
¡Vuele tu corona imperial por los aires!
¡El puente ya ha volado!
Se han desarmado las nubes en lo alto.
Hoy se ha inundado la ribera.
Ramas, agua, espuma, hierro…