IX
Te mentí, Rábena. Te he mentido.
Como a ti, las fosas del tiempo me esperan:
el turbión de acero caerá sobre mi alma,
y los inmemoriales de la vida cubrirán mi cuerpo.
Si trascendieran mis poemas, como Lope,
te diría que con la muerte morir es imposible;
mas el silencio se apropiará de mis palabras
para no volverlas a dejar sonar jamás.
Y es que nadie supo que la puente era el puente,
que lo que se ha rompido se ha roto.
Nadie rebuscó entre las profundas sombras
que se han permitido las luces esconder.
Nadie comprendió la desmedida poética
o los versos tantas veces mutilados.
¿Acaso alguien percibió mi gramática?
X
Si hubieses ido, Rábena, a buscarme
el día en que los vientos me empujaron.
Sobre la hierba húmeda yo bailaba.
Yo cantaba:
Marlbrough s‘en va-t-en guerre.
¡Oh, flowerin rush!
Cada racimo de sus flores rosas
me pudo haber entretenido.
Pero rabiosos vientos me empujaron.
Cuando me agarré al tronco
—la pequeña barca sin amo—,
me propuse ver el reverso de las cosas.
Cuatro cristales…
Cuatro cristales…
Comprende que el corazón traiciona
y que la incertidumbre la razón anubla.
Si hubieras ido, Rábena, a buscarme.
¿Mi arrogancia?
Tu arrogancia.
El río sujetó mi alma y aplacó los vientos.
Marlbrough s’en va-t-en guerre.
XI
Mi más sentido pésame,
pues sé que mis versos te espantan.
Más te espantaron aquellos que a Juana escribí
y que escondiste con las alas de tus manos.
Recuerda, Rábena, recuerda:
Hielo o fuego en las tierras de Castilla;
y en lo más tortuoso del camino, acechando
cual fiera hambrienta, la locura…
¿No consuela el sol que a momentos viene,
oh, reina loca, a acariciar tu frente?
¿No alcanzan sus rayos a alumbrarte
cuando ardiente los cielos atraviesa?
¿O es esta luna blanca tu única compaña?
¿Llegarás a Granada con el esposo muerto
mientras vuelves el rostro no vengan a llevarlo?
Pues los vientos no cesan en tu alma
y las nieves quieren arrastrarte consigo.
A vueltas, a vueltas con los pensamientos,
tú, lúcida de tantos sueños,
lúcida de tus recuerdos, continúas…
Duerme, Rábena; duérmete sobre mis versos.
XII
A nada que la inspiración me acompañe,
presta y segura me pondré a escribir.
Si mi pluma quiere exceder su ritmo
y de la épica de Homero contagiarse,
dejaré que corra por donde le agrade
y que se pronuncie según aquellos tiempos.
Si el culto de un dorado Góngora la atrapa,
luciré mis versos hasta que me escuches
y me calles y más que nunca me aborrezcas.
Quizá con la emoción de Anyte
acabe el día: llanto de muerte, llanto.
A pesar de tu aversión por mis escritos,
acaso con el fruto de tus vides correspondas,
para que mis párpados durmientes,
que hoy sueñan con pájaros y flores,
caigan en el letargo más profundo.
¿O será que tan lúcida me halle
que mi mano nunca más escriba?
¡Qué paradoja hace de la razón locura!
XIII
No te inquieten, Rábena, estos versos:
A un duro mármol se asirá mi nombre,
con pulidas letras que revelarán mi más íntimo yo.
Y mi yo, más abajo, hundido en la tierra eterna
en donde esa piedra habrá de desplomarse…
¿Querrás un momento, un instante tan siquiera
para levantar la borgoñona y generosa copa
con la que brindar por mi acomodo?
«Los restos de la poeta reposan…
Antes de ser reconocida ya ha caído en el olvido».
Es sano inventar ese momento.
XIV
Me desvelan las sombras con su negra noche,
para en los versos más funestos convertirse:
¡Oh, nublados velos que enturbiáis mi sueño,
que sobre el alma largamente ondeáis,
que como cuervos en enclaustrado éter
prolongáis vuestro lóbrego aleteo!
«Miseria de todo lo moderno», tú.
¿Qué sabrás de las tinieblas y lo viejo?
¿Crees que el pábilo que encienda
hará pasar fantasmas por danzantes?
Si velada está mi mente como piensas
y atrapada en un yelmo de fierro,
poco importará que ciegue ya mis ojos,
que ate mis manos a la espalda,
que sucumba en el silencio de lo oscuro.
En un derroche de intelecto, Rábena,
has sentenciado mi personal condición.
Permíteme, pues no sólo a ti he de decirte,
permíteme otro inciso inesperado:
¡Oh, estrellas de los cielos, despertadme
con vuestros resplandores y fuegos!
Tantas sombras como luces,
tantas, pues sin las unas no hay las otras.
Acaso un día el soliloquio de mi alma
no revele más que sinrazones.
Acaso en un recodo de la tarde
gire mi sombra para siempre:
algarada de buitres habrá en un instante.
XV
Hoy he llamado a tu puerta.
Rogaba a Dios por no verte.
Tres veces he llamado, tres.
Tres veces, sin voz, he gritado tu nombre:
¡Rábena!
Por no herirte llevaba tus soles colgados al cuello;
sabes que a mí me gustaba la luna.
Pero yo quiero marginarme,
hacer con las puntas de un coral mi peine,
rozar con la sombra de mi mano
el ardiente rubro de las rosas.
Quiero apuntar, como un Bécquer cualquiera,
al ángulo oscuro o al gótico blasón.
Y esa es mi consistencia por más que tú
critiques mi paradójica y aburrida vida.
Dirás que soy antigua.
Dirás que soy exagerada.
Acaso me maldigas…
XVI
Un cuenco sostienes en tus manos.
¿Intentas apagar las luces de mi frente
y dar angostura a mis deseos?
¿Quieres que mi ánimo quebrante?
Dice la Tercera Ley de Newton
—tú bien la conoces, Rábena,
bien sabes ese principio de la física—:
«A toda fuerza de acción corresponde
una fuerza de reacción de igual magnitud
pero en sentido opuesto».
No sólo eso es lo que me mueve,
sino mi deseo de alejarme de esta orilla.