I
Recuerda, Rábena, cuando me ofreciste
disfrutar del más delicioso y dulce vino,
ese mismo que en sus odas alabara Anacreonte.
Recuerda que con la copa ya cerca de mis labios
quisiste convencerme de que anduviera el camino de la vida.
Con sólo el perfume del licor se embriagó mi alma.
Yo cerré los ojos cavilando:
No habré de saber de nadie,
pues nadie habrá de entenderme, ni creerme, ni quererme.
No habrán de distraerme los rojos ababoles,
ni los astros rugientes cuando acudan a alumbrarme
con sus fastos de luz y su contento.
Acaso azote el viento mis desvencijados huesos
y los parta en tantos trozos
que pierda la esperanza de volver a sujetarlos.
Las sombras, como demonios, me saldrán al paso
y treparán por mi cuerpo con un deseo incontrolado.
Bebí, Rábena, de tu vino y de mis versos.
Dije sí a tu propuesta.
Tú trazaste un plano sobre mi alma.
Salí a la vida al levantarse la mañana.
La aurora llevaba amapolas en su vientre:
rojas almas que los céfiros volaban por la tierra.
Yo llevaba clavadas mil lanzas en el pecho.
II
Hoy se me han venido las lágrimas al alma.
He querido dormir, Rábena.
He querido dormir, pues el daño es digno de ser alejado.
He querido en el blanco de mi lecho guardarme,
para que el dulce y alado Morfeo acudiera a mí
e hiciera de mi tormento un sueño.
He querido dormir, Rábena.
He querido entre las nubes de mi cama tenerme,
como si la noche fuese a durar la vida entera.
Después, en un torrente incontrolado,
las lágrimas se han ido perdiendo.
III
¡Qué puedes esperar de mí sino ofensas,
el fracaso que hasta la infamia he de recitar ahora
y que he de proferir con las fanfarrias de una farsa,
con las fiestas que reprocha mi razón,
con los pulcros disfraces de mi corazón!
Fatalidad… Fatalidad…
¿Todo es tan fatídico como me parece?
Infortunio… Infortunio…
Las fantasías de mis versos me confortan.
Más allá de la finiestra que de par en par se abre
existe un mundo fulgurante y fabuloso;
pero en ínfimas fechorías voy pensando,
y en las afrentas que me han de fruncir la piel.
¡Qué poco afín a mí es este Fa de fas compuesto:
esa ni grave ni aguda nota que calificaré de exacta
y que escucho enfundada en mi afligido frenesí!
Fuegos que arden en mi alma,
funámbulos que con allegro tempo ruedan
y que se aferran al enfangado de mi espíritu
—esa cuerda floja que no cesa de fluctuar—.
Hasta mí llegan las fútiles florituras de un desfile:
cada ser se afana en contemplarse sin sofoco.
Vivo en clave de Sol.
¡Pero qué Fa tan sublime y sugerente escucho!
La frecuencia de su vibración la desconozco,
mas sé que estoy en clave de Sol.
Permíteme, Rábena, un breve inciso…
Flautistas:
bufad, bufad con fuerza
y hacedme danzar en el infierno.
IV
Dices que mi alma es capricho de los dioses,
un capricho enrevesado y absurdo.
Dices que deliro: ¡será verdad!
Dices que me traiciona el pensamiento
y que mi afectación es tan sólo chifladura:
síntomas, señales de mi enloquecimiento.
Dices que, a pesar de todo, soy efímera y humana.
Pero yo me siento inmortal,
pues inmortal es quien no ha de dejarse morir.
Sabes que sobre mi frente llevo una corona de laureles.
V
Vuelves a llenar mi deshabitada copa.
Quieres dejar en mi boca el ardiente vino.
¡Hazlo! Bien sabes que más removerás mi ánimo.
Te afanaste tantas veces en sofocar mi aliento,
y es tan terco el fondo de tu alma
que nuevamente al mundo me arrastras.
Acércame ya tu preciado caldo.
Yo besaré con tiento la orilla de este cáliz:
el fino encaje de oro y bronce de su borde,
y acaso, acaso, acaso beba,
pues el lugar en que me hallo es apenas habitable.
VI
De tus manos colgaban ayer las vides…
La inspiración resbalaba por mi frente ayer…
¿Cómo quieres que acierte a comprenderte?
¡Cómo, si con tragicómico proceder
ya cualquier intento arruinaste!
¡Cómo, si te divertías al calor del vino,
dando a tu escote el color de las cerezas
y a tu rostro un sonrojo de granadas!
¡Cómo, si consciente de tu pecho inmune
y palpitante pretendías razonar y convencerme!
¡Qué azaroso es cada segundo de mi vida!
Demóstenes te auxilie:
Ars bene dicendi.
Ansiabas ganarme con las violetas de tu copa.
A mi salud alzaste el turbio del cristal;
decías que poco o nada de la vida entiendo,
que vivo enajenada y presa de mí misma,
que he de salir al mundo como sea.
Pero, Rábena, Rábena, yo vivo de lo sublime
y del eterno murmullo de los dioses.
O tempora, o mores.
Me desvanecí sobre las hojas secas.
Había retrocedido unos pasos
por ver si olvidabas tus propósitos,
pero tomé del turbador y oscuro líquido.
Tú, bárbara como un escita,
pues ni del agua clara o del hielo te valiste.
Crujían las hojas, como mi alma crujía,
como crujía el arruinado pensamiento.
¡Deja de verter sobre mí tus bebedizos!
Denunciaré estas malas artes.
«Son simples conjeturas», me dirás
con la cucarda brotando en tu solapa.
Hoy, sin nada más que decirte…
VII
He abrigado mi alma con esponjosas lanas.
He salido a la vida y al mundo.
Mi cabello se ha enredado con el volar de las aves
—una y otra vez aleteando en su jugar de plumas—.
Sobre la húmeda hierba he danzado
mientras contemplaba el infinito;
pero al río, Rábena, he caído tontamente.
Acaso no debí sumirme en abstracciones…
Más allá debieron llegar mis pasos, más allá…
La luna era un aljófar en una fosa de hierro,
el hierro de la tarde se oxidaba ante mis ojos,
y yo me entretenía bajo la luna y el hierro.
Las aguas han sujetado con sus manos mi alma;
y yo, apoyada en un tronco hueco y viejo
—una barquichuela sin amo—,
he llegado hasta los juncos de la orilla.
VIII
Recuerda, Rábena, cuando aquella vez
una golondrina anidó en un saliente del tejado.
Tú decías que era un mirlo,
y yo, en un estado entre patético y enfebrecido,
pedía que entendieras, que entendieras…
Hoy, como aquel día, te has dado media vuelta,
y todo porque una gaviota te parecía un albatros.
Permíteme un aplauso por evitar una disputa;
pero así, Iriarte nunca hubiera dado paso a su fábula.
Pondré mis carnes al calor de la lumbre.
Mi herida poco duele, se va acostumbrando a la vida.