I
Sobre la hierba la escarcha se deshace.
Y la vida continúa…
Yo bebo de ese caldo que me ofreces
—sólo por ti lo tomo—: crudo, insípido,
sin casi color, desustanciado, dañino,
servido de la hoya profunda de tu mano.
Y mientras sorbo —sin saber qué será de mí—,
un silencio de nieve cruza entre nosotros.
Pero el silencio se exilia para darme paso,
para dejar que mi voz te salude:
¡Salve, eterno mortal, salve!
Recuérdame que te adore,
que venere este momento de misericordia.
Pongo mis labios fríos en el calor de tu piel.
Mil veces los pondría, sin pensar en nada,
sin temor a morir, porque estoy contigo.
Estoy contigo.
Y la vida continúa…
Quiero descansar como si hubiera muerto,
como si ya nunca fuese a despertar,
como si a la aurora no siguiera el véspero.
Y tú, con la mirada oculta,
con la verduga mano rozando mi boca:
«Ningún pesar ha de quebrar tu reposo,
ninguna sombra ha de nublar tu frente,
ningún temblor ha de agitar tus sueños».
Sobre la hierba la escarcha se deshace.
Y la vida continúa…
Tú, alabado ser, me lanzas al abismo;
mas no te lo tendré en cuenta,
no convertiré mi alma en campo de Agramante.
Siento una dulce tormenta en el corazón.
El aquilón entra por la ventana abierta
(por donde un pájaro azul también se cuela).
Tu febril aliento caldeará ese gélido viento;
y mi pecho, desnudo y destemplado,
se abrirá como una rosa en primavera.
Sobre la hierba la escarcha se deshace.
Y la vida continúa…
Acerca la hoya profunda de tu mano.
Allí se hundirán dos pétalos de amapola
de escarlata color —mis labios—.
Cantemos tu sentido himno:
el trémolo que sonará hasta el crepúsculo.
Celebremos que la pálida mañana termina,
que al cabo llegará una noche inacabable.
Sobre la hierba la escarcha se deshace.
Y la vida continúa…
II
Decidme adiós, pues es poco mi tiempo.
Hoy me ha arrastrado,
convencido de su fuerza,
recio como el roble en la montaña,
ese único habitante de mis sueños,
aquel que vino a colmar mi sed,
aquel por quien no quise atormentarme.
Decidme adiós…
Yo tejeré una guirnalda de pétalos y hojas:
quiero ya mi tumba floreciente,
donde anidaré sin condiciones.
Decidme adiós, pues es poco mi tiempo.
Allende mis recuerdos viviré: sola,
cubierta de lirios y narcisos;
lacias mis manos sin tacto
(lánguidas ellas para siempre);
ciegas las niñas de mis ojos; sola, sola;
solo mi blanco corazón, como azucena;
mi pensar envuelto en transparente nimbo.
Sentiréis al jilguero cantar sobre la piedra
—la sorda piedra que me ha de cubrir—,
vosotros que decís que soy antigua,
tan anciana que a lira sueno,
tan rancia que de esta forma escribo,
¡ja!, vosotros que creéis que mil veces he muerto.
Sobre la hierba la escarcha se deshace.
Decidme adiós,
decidme adiós, pues es poco mi tiempo.