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Irmina

¡Oh, traición!

Recalaba la lluvia la cortina.
Y batían sus alas lucientes, emplumadas,
albas de un sol que no existía,
las aves en la tarde más nubosa y acerada.
Y yo postrada, a vuestros pies rendida,
venerando vuestro nombre —que es el mío—,
escuchaba el eco profundo de tres almas.
Después, el viento sobre la cúpula de hierro
sonó con atronador estruendo.
Vinisteis a despojarme de razones.
A eso habíais venido:
creación de mi rabia y de mi pena.
¡Oh, traición!
Desenvainamos raudo los filos de plata.
Guardamos los papeles arrugados.
Y rogué por un favor que no llegó
jamás ni nunca por más que suplicara.
Las espadas en lo altísimo:
vuestra gracia os salvaba de todos los castigos
y os llevaba a la victoria y la gloria.
Nada que hacer.
Un grito tan violento como absurdo
en la garganta de una reina sin cetro ni tiara.
Un mandato enfebrecido desgarró la tarde:
«¡Abrázala, abrázala, abrázala!»
Y yo, con mi deslucida aureola de laureles
y mi copa de hiel a medio beber,
no encontraba más que rencor.
Me rodearon mil tentáculos.
«¡Abrázala!»
Mientras tanto caían mis manos lacias,
vacías, muertas, muertas como mi quimera.
Caían también mis lágrimas ardientes.
«¡Abrázala!»
Y las rosas se helaron en el pecho.
Os creía.
Os creí a pesar de tantas cosas…
Por un instante el silencio fue eternidad
(sólo lo eterno nos ha de salvar).
¡Oh, traición!
No tenía estrategias que seguir.
No había más guion que el de la discrepancia,
ni camino más divergente del vuestro que el mío.
No había más que la cúpula de hierro sobre mi alma rota.
Humillada pero solemne me dejaba llevar.
Llevar, llevar al infinito.
«¡Abrázala!»
Tres almas burlaban mi deseo.
¡Oh, misericordia!
En las tripas, revolviendo, algunas risas.
¡Ja!
Recalaba la lluvia la cortina.
¡Oh, traición!
¡Oh, misericordia!

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