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Irmina

No pediré permiso

No pediré permiso,
pues sólo en la irreverencia me consuelo.
No romperá mi cielo en leve rosicler,
sino en lluvia tan fría como hielo,
púrpura como sangre,
ardiente como mi pecho.
No quedará mi empeño en el camino,
allí donde la rosa vierte al éter su perfume
y el escarabajo empuja los desechos.
No partirá la cuerda que estiro cada día.
No arrastraré mi alma por un contento
—ni por uno ni por medio,
ni por cienes tan siquiera—.
Porque había llorado como el viejo Anacreonte
al verse rozado por la muerte,
porque había hundido en mí toda miseria,
porque había dejado que junio fuera invierno,
porque había querido complacer al mundo….
Ay, porque había querido tantas cosas…
Y no contenta… No contenta, no,
todo cuanto tuve dejé que se perdiera.
Y todo cuanto quise se me fue huyendo.
No vengan ya los dioses ni las musas,
ni nadie acerque a mí sus labios
por confesarme mis propios pecados.
Una piedra de montaña, donde vivo,
adonde he venido a rescatar mi alma.
Una piedra de montaña, donde reino,
único lugar del mundo que no existe.
Una piedra, rótula entre cielo y tierra.
A veces me recuesto en ese lado más pulido,
más soleado, más amable, más selecto.
La piedra tiembla si salto sobre ella.
Tiembla, pero se tiene sujeta. Aguanta…
Salto sobre ella con los pies desnudos.
Salto sin cuidado, sin miedo, sin mesura.
Y nada.
Nada que pueda atormentarme.
Nada que el tiempo no perdone.
Una piedra de montaña me sostiene,
me guarda en su redondeado cuerpo.
Que nadie venga a verme….
Una seca rama de arce es mi lanza.
Si la agito al aire con ímpetu, con ganas,
como en un juego de niños,
permito que su punta descuidada y roma
señale el horizonte y lo atraviese.
Al azul no le falta sentimiento.
Y canto, canto, canto,
pues un grito, oscuro, deseoso,
metálico rompe en la garganta.
Vibra la voz del águila junto a la mía.
Nuestro canto recorre el universo.
Pausado, lento como el tiempo,
el sol se desploma sobre mis humanas alas.
Luzco como los rayos ya cayentes,
cálidos aún por un largo instante.
Que nadie venga a verme.
Nada quiero.
A una herida de la piedra
—un roto que va de lado a lado—,
donde no caben mis dedos,
donde no cabe más que mi mirada,
se ha venido a descansar la lluvia.
Calmo mi sed no obstante.
Antes, había dejado que mi cuerpo
se llenara de esa nube exuberante,
tan limpia como un cristal de esponja.
Sobre la piedra duerme mi corazón.
Duerme…
Y, entonces, un silencio mineral me atrapa
y deja el infinito entre mis manos.
La luna se llena de nieve ardiente,
de un fuego blanco que la desborda.
Y nada, nada, nada,
sólo el águila dejando al alcance mi alimento.
Que nadie venga a verme,
no sea que una ráfaga de viento
empuje al «valeroso» visitante
al abismo que se abre ante mis ojos.
Una piedra de montaña, donde vivo,
adonde he venido a rescatar mi alma.
No pediré permiso,
pues sólo en la irreverencia me consuelo.

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