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Irmina

No hay milagros

Cuando la aurora rompa la noche
con su feroz y helado aliento
y nada ya recuerdes de tu historia,
tú, que habrás dormido entre estrellas
y envuelta en el blanco velo de la luna,
te dejarás llevar sin miramientos.
Será la Muerte, que sólo con rozarte
te hará suya para siempre.
Te habrá alcanzado en tu inútil vuelo
por conseguir felices quimeras.
No habrá camino que seguir entonces.
No habrán luces en tu cielo.
No habrá más que la hierba agostada
o la nieve de perlados asfódelos
escondiendo las espuelas de tu yegua.
Atrás no mirarás, acaso no tengas ojos;
acaso tus oídos no sientan sino
el sol del otoño cavando tu sepulcro.
Ay, no….
No volverás…
No volverás.
No creas: no hay milagros.
Hemos venido a dejarnos morir.
Hastíate de esta vida, aborrécela,
medita, llénate de toda sospecha;
deja de reír, veloz, cualquier gracia.
No intentes burlar tu condición humana;
medita, medita, ven, alcanza la cima
desde donde se despeñarán tus huesos,
adonde el Poeta ya llegó hace tiempo.
Ven: ¡ahora, hoy, mañana, qué más da!
No hay milagros.
¡Maldita sea!
Despierta de una vez a esa realidad
que te va llevando sin remedio.
Reza a tus dioses
y pide perdón por tu soberbia,
tú que, envenenada por la ignorancia,
sólo has sabido crear grandes ilusiones.
¿De qué te sirvió? ¡Dime!
Reza, reza, reza,
pues nada hay que te sujete a esta vida.
No… No hay milagros.
Nada esperes…
Siente el desasosiego de la efímera vida,
tú que recogiste dorados y blancos narcisos
por embellecer tu mortal cuerpo
y la morada donde inventas utopías.
Reniega de este tiempo que se va,
que va a tornarse pronto en tu enemigo,
que va a desaparecer ante tus ojos ciegos.
¡Desprécialo, detéstalo, condénalo!
No hay milagros, no creas.

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