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Irmina

La imperfección del alma

Démosle cierta imperfección al alma,
de manera que pueda sobrevivir,
llevar de sí su forzado compromiso,
la obligatoriedad de su enmienda.
Y al ánfora vacía, pulida por el viento,
cocida al ardiente sol del mediodía,
entreguémosela sin miedo alguno,
sin sonrojo, para que se guarde,
para que se conserve en su legítima quiebra,
en su indecorosa pero admisible mancha.
Entreguemos el alma sin impedimentos,
así tal como no quisiéramos verla:
desacertada, inexacta, errónea,
llena de un ligero y policromo contento,
de la malandanza que habita en ella,
del aliento con el que llegó a este mundo.
Y dentro del ánfora ya,
ya respirando de su sagrada condición,
de su propia razón de ser de alma,
sin parabienes ni condenas que la agiten,
atesorada pero tan libre como el infantil pensamiento,
hagámosla consciente de su orfandad,
de su naturaleza casi humana,
de su eterno e incierto destino.
Entreguemos el alma sin miedo alguno,
permitiendo que se extienda como rojo vino
en la embreada oquedad.
Regalemos al alma un espacio nuevo,
un lugar que permita su abandono.
Oh, qué ventura no tener que sujetarla,
permitir que en la larga noche de su ausencia,
hermosa y desmandada,
no sienta nuestros pasos ni escuche nuestras voces.
Ay, pero un día, el ánfora quebrará su estirado cuello,
destapará su redondeada y muda boca,
dejará que sus finos brazos se descuelguen.
Un día, contra el suelo esclafará su cuerpo el ánfora,
su humilde y sencillo cuerpo:
a la tierra volverá convertida en polvo.
Démosle cierta imperfección al alma,
de manera que pueda sobrevivir.

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