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Irmina

IV

Tras declarar ante las autoridades la desaparición de Sibi y mi localización en La Coveta por Aleth Stadepole, Carmit y yo fuimos sometidos a un fatigoso seguimiento legal. Un juez recién llegado de la península, asistido por el gobernador y algunos oficiales de uniforme, nos interrogó a Carmit y a mí de manera tan insistente y abrumadora que ella tuvo que suplicar que se interrumpiera tal acoso. Ninguno de los presentes, durante las interpelaciones, daba crédito a la información que me iban sonsacando. Mis recuerdos confusos y mi estado de ánimo dificultaban las entrevistas. Carmit tampoco se mostraba demasiado lúcida y aunque hacía ver su disposición en cada uno de los requerimientos se mantenía reservada y cauta.

Sufrimos durante semanas un proceso reglamentario que parecía no acabarse nunca, de la misma manera que sufríamos una profunda crisis individual que permitió que el silencio y la desgana nos fuera despojando de vida. Vagábamos por la casa desorientados y cabizbajos. Nos habíamos convertido en hermanados fantasmas llorosos que deambulaban sin rumbo ni consuelo, que se advertían mutuamente de su presencia con sonrisas tan tristes que terminaban convirtiéndose en lágrimas. Carmit había hecho patente una continua inhibición y de ella no salía palabra que no fuera la precisa para ir sobreviviendo. Y yo me preguntaba por algo que no comprendía, me preguntaba sin que hubiera contestación alguna posible. Le pedía al cielo que Sibi volviera, que volviera el capitán, que volvieran. Y ella, Carmit, cuando ya no podía más en su aturdimiento, se abrazaba a mí: callada, callada, sin ánimo, con tan sólo la fuerza necesaria para poder encerrarme entre sus brazos y continuar llorando. Y yo me dejaba abrazar por quien había quedado tan en las sombras como yo mismo.

Supe que nunca volverías,
ángel de blancas vestiduras.
No te hallé.
No te hallé.
¡Horror del mar!
¡Horror!
¡Horror!

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