Para ir al inicio pincha mi nombre:

Irmina

IV Cajitas sorpresivas

Que yo no fuera una niña tan pequeña como pueda suponer quien lea estas palabras no quiere decir que hubiera dejado de ser una ingenua e inocente criatura a quien todavía se colmaba de sanos principios, parabienes instructivos y divertidos juegos. Con tal especie de aseveración, vengo a referirme al tiempo más beneficioso y expresivo de mi existencia. Un tiempo que se fue ampliando y reformando con mesura.

Mi continua y obstinada dedicación, consistente en ataviar pequeñas cajas de fósforos —una vez liberadas de su contenido— con llamativo papel para regalo y fino cordoncillo plateado, me obligaba a no claudicar en mi afán por no ser descubierta en tal menester. Y es que aquellas tareas de primorosa logística formaban parte de un íntimo complot del que estaba felizmente cautiva, pero que podían dejar al descubierto una de las aristas de mi estructura personal, algo que me hubiera producido un gran pudor.

Cada una de las cajitas, después de su restauración, pasaba a ser un envoltorio digno de contener una alhaja, una valiosa miniatura, una nota amorosa o vete a saber qué. Pero no se trataba de que las cajitas guardaran nada, sino de que las mismas fueran la herramienta que me permitiera conocer la reacción de quienes tuvieran la fortuna de encontrarlas…

Un soportal, la puerta de cualquier comercio, el peldaño de una escalinata eran los lugares escogidos para depositar los pequeños envoltorios. El mejor momento para hacerlo: cuando en plena calle quien me acompañaba hacía un alto —bien por necesidad, bien por cortesía, bien por obligación—, ya que yo aprovechaba la ocasión para colocar hábilmente el anzuelo. Una pintoresca espectadora de su propia obra y sus consecuencias observaba en la distancia: yo misma. No permitir a mi puntual compañía que reparara en la cajita era parte del procedimiento a seguir.

¡Pero qué chasco me llevaba aunque mi curiosidad se satisficiera! Inalterada, sorteada por cientos de pasos, exactamente tal como la había dejado encontraba, en la mayoría de ocasiones, la solitaria cajita sorpresiva a mi regreso por aquel mismo lugar. ¡Pobre cajita inexistente! Otras veces, la cajita había sido pisoteada como si de un microscópico insecto se tratara. ¿Pero cómo algo tan curioso había podido pasar desapercibido? ¿Por qué el misterioso y pequeño envoltorio no había provocado sensación ni estímulo en nadie? ¿Por qué?

No ver lo que hay ante nuestras narices o no considerarlo tan siquiera son peculiaridades del ser humano. No todo estaba perdido. El estudio continúa…

error: El contenido está protegido