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Irmina

I

Gracias a las autoridades portuarias y al poder de convicción del secretario —según había apuntado Carmit cientos de veces— conseguíamos, en cuestión de días, subir a bordo del Sereia do Mar, un buque de carga con destino Lisboa. Ya nada entorpecía la marcha.

En el primer trayecto del viaje no disfrutamos de demasiadas oportunidades de salir a las cubiertas, ya que parte de la mercancía que transportaba el buque se apilaba en esas mismas superficies corridas, lo provocó que el capitán nos impidiera la circulación por ellas. Aun así, se nos permitió ver zarpar el barco desde la proa.

Ambrose me contaba, en tanto la embarcación se hacía a la mar, que el mascarón dorado como un sol que miraba al frente estaba fijado en la parte de arriba del tajamar como ornamento distintivo. Yo estaba convencido de que el mar no tenía delante ni detrás, que era una rueda que giraba en todas las direcciones posibles a un mismo tiempo, que nos hallábamos sobre un universo acuático que, de alguna manera, envolvía el planeta entero. Pero la sirena dibujada en nuestro diario de viaje miraba fijamente hacia puerto: ese era el frente. Mis ideas se vieron corroboradas cuando Ambrose aseguró que la brújula gira enloquecida en todas direcciones en mitad de la tormenta.

Mientras Ambrose se entretenía en hacerme algún dibujo aclarativo, yo calculaba qué distancia nos separaba del horizonte —esa línea engañosa que nos hace creer que el mar tiene un final—. ¡Pero si no lo alcanzábamos nunca! ¡Nunca llegábamos a él! «La singladura de un barco es cada intervalo de veinticuatro horas, comenzando a contar desde el mediodía», continuaba Ambrose con entusiasmo. Y lo anotaba. Con sus pequeñas historias y con el lento, apagado, ronco, profundo rumor de Fábulo desplegándose a nuestro alrededor, nos íbamos aproximando al destino.

Antes de que cargo alguno nos pusiera en sobre aviso de la arribada, tocábamos puerto. Carmit se sorprendió de tan imprevisto atraque. Ambrose se había alterado por esa razón y por la escasa y tardía información que se nos dio sobre las que fueron algunas contingencias del viaje. Y es que, a causa de la tormenta de viento que se había desatado, pudimos haber quedado embarrancados en el estrecho. Ambrose consideraba, y así lo hizo saber al capitán, que nuestro viaje había sido harto aventurado y un tanto escandaloso. ¡Qué insultante fue para él (más que nada por la falta de tacto del capitán) no ser conocedor de que en medio de la travesía se mandara variar el rumbo del buque. Hubo un pulso dialéctico entre Carmit y Ambrose por hacerse ver mutuamente qué consecuencias hubiera provocado cualquier eventualidad.

Después de desembarcar en el puerto lisboeta, como estaba previsto, un largo tiempo de espera en algún lugar improvisado, algo que desató aún más los nervios de Ambrose. «¿Dos días de travesía?», se preguntaba en voz alta. «Escala Santander», se contestaba con sarcasmo. Antes de que el secretario perdiera los estribos por completo, poníamos rumbo a Inglaterra.

Viajábamos de nuevo en un buque mercante: el Ferrea Ancora. En esta ocasión, disponíamos de dos camarotes no exentos de lujo. De esta manera parecía respetarse la voluntad de Carmit en cuanto a transformar un obligado y largo viaje en una agradable y beneficiosa experiencia. Ella, que no requería de nadie para matar el tiempo, se dedicó a hacer efímeras amistades con algunos matrimonios jóvenes que viajaban con sus hijos. Yo, por contra, centraba toda mi atención en el mar, en su contemplación y estudio. Aprovechaba cualquier ocasión para deslizar mi pensamiento hacia él. No podía dejar de verlo como lo veía: naufragado en su propia calma, sostenido en una serena y quieta simetría que me permitía distinguir entre los azules más profundos y los verdes más tenues, o convertido en un gigante adormecido que despierta de súbito para de nuevo retornar al reposo de su sueño. No abandonó Fábulo su estremecimiento, su murmullo, su baile oscilante y caprichoso… Mi fascinación por él inquietaba tanto a Carmit que cuando esta veía que me había acercado demasiado a las barandas me estiraba del brazo y me arrastraba hacia el interior de la cubierta.

Conforme entrábamos en las ennegrecidas aguas del puerto de Plymouth, Carmit preguntaba a cualquiera que le saliera al paso por el faro. Esperábamos apoyados en las batayolas mientras los demás pasajeros, ansiosos por desembarcar, se apiñaban en torno a nosotros sin dar demasiada opción a un comportamiento delicado. Y Carmit, que no cejaba en su curioso empeño por saber del faro, se dirigía a unos y otros algo impacientada pero sonriente. Ambrose, sin permitir que nos demoráramos más de lo necesario, nos apremiaba con su característico mal humor para que accediéramos a las escalerillas de bajada. El excesivo interés de Carmit y la poca consideración demostrada por Ambrose llamaron mi atención. ¿Acaso no podía ella dejarse llevar y dar rienda suelta a los anhelos de su espíritu o de su pensamiento? ¿Qué intereses nos guían en la vida que nos conducen a errar en nuestros hechos o palabras?

… … …

La ciudad nos recibía con blancos pañuelos agitándose al viento y con una tenue y pertinaz lluvia. Bajamos la escalerilla sin más equipaje que dos pequeñas maletas. Yo, sujeto de la mano de Carmit, me dejaba conducir. Ambrose nos iba abriendo paso entre una multitud que prácticamente se nos echaba encima. Al poco, los pañuelos desaparecían y las nubes comenzaban a descargar un agua gris y espesa que nos hacía correr más si cabe. La preocupación de Carmit por el faro había quedado en el olvido. Ambrose se esforzaba en convencernos de que no había tiempo para nada. Posiblemente así fuese, porque él así lo consideraba y porque yo así lo percibía.

No siempre los recuerdos son tan nítidos como uno quisiera. ¿En dónde estábamos? Según Ambrose a ciento noventa millas de Londres. Habíamos llegado a aquella desolada estación acompañados del amaneciente sol y de un frío que se introducía en la carne como afilados cuchillos. Habíamos pernoctado en The Hoe, una pequeña pensión en Plymouth. Pero a pesar del descanso y del desayuno que allí pude disfrutar me costaba mantenerme en pie, así que andaba colgado del brazo de Carmit y me apoyaba en su cuerpo tembloroso y frío. Esperando respuesta a una cuestión que ni siquiera sabía formular y que posiblemente abarcaría puntos demasiado íntimos o aún desconocidos, estiraba de su brazo a modo de llamada. Ella, que paseaba arriba y abajo el triste andén conmigo a cuestas, miraba a Ambrose de reojo. Y Ambrose, entretenido con un cartel informativo o cualquier otro detalle, le devolvía una mirada de resignación, quizá intentando justificarse por nuestros avatares.

Los minutos comenzaban a pesarme como losas. Nada me reconfortaba y, acaso, a los demás tampoco. A diferencia de Carmit, Ambrose se había permitido un incómodo descanso echándose en uno de los bancos del andén: podía ser la mejor manera de dejar pasar el tiempo. De repente, Carmit interrumpió su paseo y señaló a lo lejos. Yo me había soltado de su brazo debido a ese gesto. Afortunadamente, un negro y estruendoso tren se aproximaba a nosotros entre grandes nubes de vapor y humo. La dilatada y chirriante frenada nos llenó de alegría. ¡Al fin, un «pasajeros al tren» y los toques de campana dieron paso a la inmediata puesta en marcha del ferrocarril!.

Habíamos entrado a uno de los compartimentos pretendiendo sanar bajo techo y entre paredes de acero y hierro nuestros cuerpos y nuestro ánimo. Después de un saludo general a derecha e izquierda, nos habíamos acomodado en nuestros asientos. Ambrose y yo, frente a frente y pegados a las ventanillas. Carmit, a mi lado. El convoy fue cogiendo velocidad. Los extensos prados verdes se deslizaban por el cristal sin atreverse a ir del todo. Las redondeadas colinas se habían dispuesto a lo largo del paisaje queriéndole poner un término al mismo, al igual que el engañoso e inexistente horizonte pretende poner un final al mar. Pero aquel encadenamiento de colinas sí era un horizonte real, un horizonte verdadero, un horizonte que permitía ser traspasado si se quería.

Nos íbamos adentrando en la región. Como decía Ambrose, sin saber exactamente en qué punto nos hallábamos, pero siempre dirección noreste. En esas ocasiones en que el secretario hacía un comentario persuasivo, pegaba sus lentes a la ventanilla y se removía inquieto en el asiento. Entonces, Carmit y yo nos mirábamos y admitíamos sus palabras como las más acertadas.

También yo me arrimaba al pequeño hueco animado; incluso cuando deseaba cerrar los ojos, el simple movimiento al otro lado del cristal me invitaba a fisgonear. Pero en ese exterior impalpable no se veía el mar ensanchándose hasta el infinito, no se veían las aguas azuladas o el verdoso barniz que las cubría o el reguero de luz que las cruzaba o el profundo y tenebroso color que las llenaba de trascendencia, sino que se avistaba la verde y monótona tierra, la verde tierra quieta —a pesar de su leve y aparente temblor—, la verde tierra quieta sobre la que se amontonaban o desperdigaban algunas casas y sobre la que algunos animales pacían plácidamente, la verde tierra quieta donde la vida parecía carente de vida…

El paisaje se iba difuminado conforme avanzábamos… Alguien dijo: «Demasiados papeles y muy pocas libras». Yo estaba aprendiendo a discriminar lo verdadero de lo falso. Cuando dejé caer mi cabeza en el regazo de Carmit, ella me acogió cariñosamente. Jugueteaba con mi pelo —Aleth flotando sobre el mar, yo flotando sobre el mar, una sonrisa, Sibi—. Las voces de los demás viajeros, como en un murmullo espeso, sonaban muy lejos de mí.

Las olas empujan mi cuerpo.
Mas es un cuerpo desmayado y frío
el que se deja llevar hasta perderse.
Es blanco de espuma.
Era blanco de espuma.
Se van las olas.
Se van las olas.
Paseo sobre ellas.
Las olas, las olas, las olas…

El traqueteo del tren me rescató de un sueño que me había llevado consigo de una manera traicionera. Pero no era posible que me hubiera quedado dormido: la mano de Carmit había estado revolviendo mi cabello todo el tiempo. Ahora, el tren se había detenido. Algunas personas subieron a nuestro compartimento, otras se apearon. Y, así, con la distracción que cada pequeño evento nos reportaba, continuábamos el camino; en realidad, perdidos en nuestras recién adquiridas conciencias. Verdaderamente, el trayecto fue la manifestación expresa de lo que se empezaba a cuestionar legalmente: nuestro futuro, el de Carmit y el mío.

De nuevo, grandes nubes de vapor, humo, pitidos estridentes, toques de campana…. Ambrose dijo que ovejas y corderos nunca habrían salido en estampida. Bajamos del convoy. Bullicio…, prisas…, nervios… Una cubierta de plata y tibia luz se abovedaba sobre nuestras cabezas. A un lado, un reloj marcando una hora cualquiera. Al frente, un cartel anunciador: Paddington Station. Habíamos llegado a Londres. «Un colibrí», dijo Carmit. Imaginé un pajarillo agitando velozmente sus alas. «¡Imposible! Además, estamos a un paso de la casa», había dicho Ambrose. Cogíamos dos taxis a las mismas puertas de la estación. Quentin y Constance Tankerville, primos lejanos del capitán, nos acogerían en su mansión en el céntrico barrio de Marylebone. A Carmit la hospitalidad de la que era una anciana pareja le pareció un gesto de inmensa generosidad.

… … …

El plum cake de fruta y las gingerbread man con que nos agasajaron los primos sirvieron para relajar la lógica tensión del encuentro. Porque habíamos optado por la estación de Paddington en vez de por la de ladrillo rojo y piedra blanca, los Tankerville se habían extrañado. Se habían extrañado y molestado hasta el punto de reconvenir a Ambrose, quien mostró en público el itinerario aseverando que el mismo era irrefutable. Más tarde, en privado, el secretario me hizo una observación sobre el error de cálculo de la pareja. Yo no sabía a qué se estaba refiriendo Ambrose, pero supuse que tenía razón, porque como dijo: «Aunque algo tarde para el té, hemos llegado, ¿o no?»

Nuestra estancia en la mansión se iba normalizando a medida que las agujas del reloj de pared trazaban su recorrido: una circunferencia remarcada por un fino trazo plateado. ¿Y quién era esa Jane Avril de la que tanto hablaban los Tankerville? Pero si yo apenas escuchaba nada: un soporífero arrastrarse de lejanas olas enturbiaba la conversación ya bastante confusa de por sí. Me resistía a cerrar los ojos —simple pudor—. No encontré más recurso que posar mi vista en el reloj que tenía enfrente y que, como algo extraño y ajeno a su entorno, aparecía entre una ficción de flores, nubes y aves azuladas. Pasé largo rato observándolo, lo sabía porque una de las saetillas fue capaz de dibujar los trescientos sesenta grados de un círculo blanco y resplandeciente. Pero al reloj se lo tragó el mar de repente; había desaparecido bajo las olas fluctuantes de la pared sin dejar rastro. Y mientras yo casi me dejaba vencer por el sueño, Quentin, que se había levantado de su sillón, tomaba posiciones. Todos los presentes habíamos ido alzando la mirada a la vez que su cuerpo se había ido elevando y engrandeciendo. Quizá quiso impresionarnos con su puesta en escena. «¡Sorprendente!», dijo Carmit cuando Quentin terminó de contar una rara historia. Y todo porque la aureola de plata y bronce que enmarcaba la esfera de porcelana de aquel reloj de pared había pertenecido a un miembro de la realeza. Aplaudimos entusiasmados. ¿Pudo ser sólo un sueño?

Cuando el té con leche desapareció de la tazas y pocas viandas quedaban ya sobre la mesa, Constance pensó que era un buen momento para que Carmit y yo tomáramos un relajante baño de espuma. Quentin y Ambrose, en tanto se disponía el baño y nuestro acomodo en el dormitorio principal, acordaban con Philip, el mayordomo, la manera en que nos desplazaríamos hasta nuestra antigua casa de Windsor. Allí, dos baúles con ropa y calzado (Carmit tuvo en cuenta esta circunstancia al hacer nuestro equipaje) esperaban para ser enviados a Pont d´Illa. Afortunadamente, ahora podríamos disponer del contenido de aquellos arcones. Consecuencia de una pequeño enfrentamiento entre Carmit y Ambrose fue enterarme de ese detalle y de algo más: aquella casa había sido puesta a la venta.

Pero Windsor distaba de Londres veinte millas… Y viceversa… Yo había suplicado quedarme en la mansión, aun en compañía de los que todavía eran dos desconocidos. Pero a pesar de mi desconsuelo y de las lágrimas derramadas no hubo éxito con tal petición.

A los pocos días, tan temprano que aún no despuntaba el alba —Carmit, con un mapa de carretera entre las manos no nos fuéramos a perder—, poníamos rumbo a Windsor, en Berkshire. Ambrose, al volante de un automóvil propiedad de los Tankerville, seguía con mucha atención el vehículo de alquiler conducido por Philip. El trayecto no fue tan tedioso como había imaginado: Carmit permitió que me recostara en el asiento trasero del automóvil, por lo que pude resarcirme del madrugón.

Tuve que zafarme de Ambrose y de Philip, no tanto de Carmit, quien como yo parecía predispuesta al llanto una vez nos reencontramos con la casa. Y es que el tiempo transcurrido desde que sobrevinieron nuestras desgracias había sido mínimo. Pero allí estábamos, sumergidos en nuestros recuerdos, abandonados a la suerte de nuestros pensamientos, en medio de lo que parecía un remoto pasado.

La casa se veía tal cual la habíamos dejado, tal como la recordaba, tal como aparecía en mis sueños. Únicamente podía echarse en falta la extensa biblioteca, que de manera espléndida se mostraba ahora en el mueble librería del gabinete de nuestra casa de Pont d´Illa. Por lo demás, nada parecía haber cambiado: la oscura y enmohecida piedra de los muros, las cubiertas en pendiente, la escalera que tanto y tanto había subido y bajado, las altas vigas decoradas, el grabado en madera sobre la chimenea, el delicado papel que cubría las paredes… Pero a pesar de esas singularidades tan vividas, a pesar de esos elementos interiorizados y queridos, la casa me pareció distinta, si no físicamente sí en espíritu —entendiendo como espíritu todo lo que pudo motivar en mí cualquier sentimiento o sensación—. La realidad genera nuestras emociones, y son las emociones las que pueden condicionar la realidad hasta el punto de poderla transformar. Esta sería la última vez que vería la casa, la última vez que la pisaría, la última vez que la viviría. Entendí que Carmit me hubiera llevado hasta allí.

Cuando Ambrose, sentado al volante del coche, miró su reloj y muy serio dijo: «¡Esta tarde los Tankerville tomarán el té como de costumbre: solos y aburridos!», Carmit, aun a pesar de que la visita a la casa la había desorientado, rio con la ocurrencia. A mí me alegró saber que volvíamos a Marylebone, señal inequívoca de nuestra pronta marcha a Pont d´Illa. Pero la manifestación expresa de aquello que empezó a cuestionarse con la llegada de Ambrose a la islita, y que tuvo su continuidad durante el trayecto a Londres, no acababa con aquella visita a Windsord. Me había equivocado: la conclusión de un pensamiento es posterior al esbozo del mismo. Era noche cerrada cuando nos presentábamos en la residencia de los primos.

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