Apareció el buen Ambrose, ¡sorpresa indecible!, un día de primavera. El secretario había hecho confluir unos intereses económicos con el enorme aprecio que sentía por Carmit y por mí.
Llegó en un momento álgido, cuando mis tozudos pensamientos se significaban por sí mismos con fuertes sacudidas, con inoportunidades y con la trascendencia que los convirtió en perennes. Yo vivía en mi plena y particular adolescencia, luchando por entender el porqué de una existencia que me había sido prefijada, que me había sido impuesta como la naturaleza nos impone el color del cabello o cualquier otra cualidad personal. Me conocía suficientemente: mi interior pretendía dar categoría de normal a lo que de ninguna manera podía considerarse normal. Yo lo entendía así: era quien era por mi condición espiritual y por la realidad sufrida.
¿Mala decisión la de no descubrirme ante el amigo visitante, la de no abrirme con holgura a su capacidad de escucha, la de no mostrarle esa parte de mi escondida realidad? ¿Pero cómo decirle a ese amigo que yo me había convertido en el Simon que se permitía vivir en el máximo esplendor de su reconstrucción personal? ¿Qué hubiera conseguido sincerándome sino un total alejamiento de Aleth? La dimensión de la incertidumbre se hubiera acrecentado en la medida en la que Ambrose me hubiera querido preservar de esa mi suerte de buscador empedernido, ya que entendería que mi afán no era simple entretenimiento, sino algo más considerable. Confesarle una forma de locura que no era tal me hubiera convertido en el loco que no era. No tenía más alternativa que continuar abandonado a mi suerte. Seguiría, pues, distante de mi entorno, escondido, oculto en mi mentira. Opté por seguir practicando el complicado arte de la pantomima antes que enmarañar más lo que ya estaba enmarañado de por sí. Las decisiones erróneas no dan paso a soluciones, sino que son el inicio de más complicaciones.
Ante Ambrose y ante Carmit sería el adolescente perfecto. Pero verdaderamente era un ser impenetrable y clandestino: asentía a casi todo lo que se me decía, me expresaba con vaguedades, sonreía traicioneramente, analizaba mis palabras con la prudencia de un preceptor, medía mis movimientos con el cálculo del físico. No podía abandonar la exigencia de búsqueda que ya me pertenecía, por lo que tenía que jugar con las artimañas de quien debe guardar las apariencias a toda costa. Por fortuna, Carmit decidió reducir mi tiempo de estudio aquellos días que Ambrose estuvo a nuestro lado, lo que ayudó a que mis salidas pasaran inadvertidas. La pulcritud de mi comportamiento me dejó más que satisfecho.
Ambrose marchó de la islita sin ser conocedor de mi realidad. Con la despedida, el sentimiento de vacío se dejó ganar por la tranquilidad de una cierta independencia. Cada vez que me era posible, bajaba hasta La Coveta. ¡En cuántas ocasiones me había preguntado si sería posible ver a Aleth en aquel pequeño rincón! Echado sobre la arena podía imaginar su cuerpo cubierto de estrellas de mar, sus cabellos húmedos enredándose entre algas, sus manos vertiendo chorros de mar… ¿Pero acaso su imagen verdadera regalaría a mi espíritu la tranquilidad que buscaba? ¿Quién soportaría la incertidumbre de su propio final sin permitirse indagar en un presente revelador?
Mientras esperaba ese momento ilusorio, mi cuerpo se ofrecía a la Naturaleza en toda su amplitud: me dejaba llevar por el oleaje, braceaba contracorriente, aguantaba la respiración tanto como podía, saltaba por entre las olas como los pequeños y brillantes peces hacían al atardecer. Quería probar a Fábulo. Quería saber de sus deseos tempestuosos, sosegados, lúcidos, antojadizos, implacables… Quería conocer sus pretensiones. Sentía temor, pero la necesidad de abandonarme a su poder subyacía en mí. No era enloquecimiento, sino una simple reacción que me ataba más a él. Pero esto no cambiaba mis axiomas: yo no deseaba morir ni deseaba dejar de saber cuándo dejaría de vivir.
Tras él nada más que él,
ante él su yo que lo envuelve,
sobre él aquello que quisiera parecérsele,
bajo él sólo él:
Fábulo.