Tras el hundimiento, en noviembre de 1906, del buque de carga inglés Compass Rose en aguas próximas a Pont d´Illa (una pequeña isla española situada en el Mediterráneo occidental y distante unas veinte millas marítimas de la costa más cercana), Sibi —mi madre— decidió que nos estableciéramos cuanto antes en ese lugar, sin otra pretensión que llevar una discreta y apacible vida cerca del capitán Caleb Jacob Beaufoy —mi padre—, quien había desaparecido en el mar junto al resto de la tripulación y los pasajeros del buque naufragado.
A la islita, desde nuestra Inglaterra, arribábamos dispuestos a participar de esperanzadoras circunstancias, Sibi, Carmit —única hermana del capitán— y yo.
«Venerado santuario y consuelo perpetuo para esta familia sea el inmenso mar que nos rodea». Las solemnes, aunque legítimas palabras que Carmit pronunció al pisar la islita y con las que quería hacerme comprender por qué nos habíamos trasladado hasta allí quedaron bien grabadas en mi mente. A mis casi ocho años y medio de edad pude no haber entendido el exacto significado de ese pensamiento, pero fui capaz de captar la esencia y belleza del mismo. Y porque Carmit trascribió su deseo, a modo de aforismo, en un pergamino orlado con motivos marinos que colocó en un lugar destacado de la casa, pude memorizar tales palabras y dejarme impresionar por ellas.
Sibi y Carmit no permitieron que el caos se apoderara de nuestras vidas. Aunque en un primer momento carecíamos de ciertas comodidades, ambas mujeres se afanaron en dotar de naturaleza de hogar nuestra nueva casa. Hacer realidad lo que podía parecer una insensata idea era la mejor manera de enfrentarse a ella. Pero cada una entendió la realidad con sus imponderables, con sus singularidades, con sus íntimas alternativas. Coincidían, eso sí, en esas generalidades que eran bien entendibles en nuestras circunstancias, como considerar medida básica que yo no asistiera a ningún recinto educativo, sino que recibiera la instrucción de forma particular (algo que sería considerado en la islita como una extravagancia). Asimismo, querían ir salvando ese escollo que era nuestro deficiente aunque no completamente ignorado conocimiento del idioma local; la relación con el entorno llegaría con el tiempo. Crear hábitos y marcar pautas que facilitaran el día a día nos reportaría estabilidad. Era obvio que debíamos asentarnos sobre unas bases congruentes y robustas si no queríamos desistir de la romántica idea que nos había llevado hasta allí. Pero ellas me hacían entender que lo más importante era que nos sintiéramos cerca del capitán porque ello haría que recobráramos parte de nuestra perdida felicidad. Así, con estos preludios, me iba acostumbrando a mi nueva vida. Pero «mi auténtica nueva vida» no había comenzado todavía. Posiblemente, no ignoramos quiénes somos, pero con seguridad ignoramos quiénes seremos. Y quiénes seremos será la consecuencia de eso que ya somos en origen y de las poderosas, irreconocibles y fortuitas realidades que en un determinado momento nos aborden; por supuesto, con toda la virulencia que nos permitamos y que esas mismas realidades se permitan.