Para ir al inicio pincha mi nombre:

Irmina

II

¿Cuántos días, cuántos meses, cuántos años permanecimos en Londres? El tiempo suficiente como para que un día, de esos tantos días tan iguales como los recuerdo, Carmit dijera que regresábamos a la islita. Hasta entonces habíamos estado yendo de aquí para allá en la tentativa de resolver esos singulares problemas que, a mi parecer, los adultos —y no hago alusión a Carmit— exponían como enigmas de dificultosa resolución.

Carmit se había visto en la obligación de contratar a abogados y juristas de prestigio, de presentarse en el Banco de Inglaterra con la petulancia de una aristócrata, de solicitar audiencia con el secretario de Asuntos Exteriores —un lord que nos recibiría fumando en pipa y abrigado por espesas patillas, bigote imperial y gigantesca barba blanca—. También se habían concertado reuniones con distintas autoridades, con serios y antipáticos empleados, con decenas de personajes de mayor o menor relevancia. Y todo ello por encontrar el que debía ser el estado ideal. «El estado ideal», me decía Carmit a menudo. Yo estaba lejos de saber qué sería tal cosa. Y aunque experimentaba la incapacidad y la ignorancia natural que la corta edad procura, no había dejado de absorber información de un lado y de otro con el único fin de averiguar el sentido implícito en esas palabras. Sin poder concluir cuál sería mi destino final, me revelaba dócilmente contra un tiempo que me parecía no fructífero. No había tenido la misma impresión cuando Sibi, a la muerte del capitán, resolvió que nos mudáramos a Pont d´Illa. En aquella ocasión, Sibi y Carmit habían contado la una con la otra. ¿Y la pericia de Ambrose adónde quedaba ahora? Fuera como fuese, yo andaba entre mis iguales como una tortuga enclaustrada en un caparazón que no le terminaba de acoplar. Y a la postre, resultaba ser el figurante imprescindible en el recién anunciado retorno. Yo, que había sido víctima del infortunio y que me vería sometido con el tiempo al dominio de la psique, estaba ya muy cerca de ser mi propio predecesor. La desproporción de mi vestimenta no material me esperaba en la islita. Ahora, el caparazón era tan sólo un disfraz engrandecido y estrafalario que todavía no me era demasiado incómodo.

Carmit, que no había dudado en revalidar la ya vieja decisión de vivir en Pont d´Illa, tuvo a bien ofrecerme una sencilla pero firme explicación sobre el porqué había mantenido inalterable tal acuerdo. Y fundamentó su pensamiento, que no carecía de lógica y concordancia, de la siguiente manera: al primer y conocido «porqué» sumaba un segundo «porqué» de idéntico peso. Es decir, que nuestro deber y privilegio era establecernos en el lugar en donde Sibi se perdió, de la misma manera que nuestro deber y privilegio había sido instalarnos en el lugar en donde el capitán había desaparecido. Aunque creo que, como parte de un pasado oculto o de un presente de verdadero compromiso, la sola presencia de Aleth en la islita hubiera sido argumento suficiente para que Carmit convirtiera la decisión en algo irrefutable ¿Por qué? Porque ante habladurías, calumnias o críticas a causa de los ausentes, ella estaría preparada para rebatirlas, desmentirlas, amortiguarlas, acallarlas… Cabría así la posibilidad de convertir en invención ajena lo que parecía ser —y realmente era— un pasado indecoroso y vergonzante. Las evidencias, probablemente, ya se cernían sobre ellos: los ausentes. No haber hecho de la islita nuestro hogar hubiera sido lo deseable, puesto que ni existiría Sibi ni existiría el capitán en la medida en que lo hacían ahora. Y Aleth, tan apartada, tan lejana, nada significaría en lo tocante a mi persona. ¿Se dejó arrastrar Carmit por la decisión de Sibi? A riesgo de que se abriera la caja de Pandora, no le quedaba a mi tía otro remedio que custodiarla.

Nada hay que carezca de un sentido —como consecuencia o como causa— aunque sea de una forma latente en nuestro más profundo yo. ¿Pero por qué esta maraña de trivialidades con las que se estuvo entreteniendo mi pensamiento tanto tiempo? Pues porque una vez convertido en el nuevo Simon, una vez transformado en el buscador empedernido, una vez equiparado al iluso invidente que desea ver las formas dispuestas a su alrededor había rememorado las palabras con las que Carmit impregnó mi espíritu en una ocasión: «A fin de salvaguardar la memoria de los que ya no están con nosotros». Esa era la voz que otorgaba robustez a mi teoría sobre la decisión de Carmit. Ella, para quien la dignidad de las personas —¡cuánto más la de sus allegados! — prevalecía sobre lo demás, custodiaría la caja de Pandora. Su esperanza y su consuelo: proteger la memoria de los desaparecidos sin hurgar en el pasado. ¿Era Sibi conocedora de los secretos del capitán antes de que llegáramos a la islita? ¿Quiso saber más sobre el lugar donde se generaron las posibles desconfianzas? Difícilmente comprobables mis deducciones, sin dignas respuestas mis preguntas. Por ahora, yo seguía siendo la tortuga recluida en el gigantesco caparazón. Carmit no me ofreció más versiones de su determinación que las ya dadas. Había dejado bien patente el doble único motivo que nos ligaba de forma tan especial a Pont d´Illa. Los casos más peliagudos, y este lo era por principio, quedaban siempre a la orilla de sus confesiones. En contraposición, quién sabe si por disculparse, si por congraciarse conmigo por su falta de sinceridad o si por encubrir sus porqués, era tan explícita que mi memoria a ella se la debo. Lo que Carmit consideraba pertinente me era reproducido con una táctica digna del arte de la diplomacia.

Tiempo de experiencia fue el dedicado a la cena de despedida que los Tankerville, una vez conocedores de nuestra marcha, organizaron en honor de los que habíamos sido sus huéspedes. Fueron momentos de palabras encubiertas entre Carmit y Ambrose y sometidas a mi joven entendimiento, momentos que hicieron entrever leves afecciones, momentos de convicción y duda de un futuro bienestar. La presencia, en esa cena del adiós, de algunas amistades de los Tankerville, con quienes habíamos coincidido en alguna ocasión, no provocó asombro ni malestar en Carmit por un protagonismo no buscado. A las palabras de discrepancia de éstos sobre nuestro regreso a la islita, ella respondió con una declaración llena de sentido común: «El tiempo, el dinero y la voluntad nos pertenecen». Así, con prudencia y determinación, permitió que nada tuviera que cuestionarse al respecto. Constance, por su parte, hizo patente su deseo de habernos acogido algún tiempo más en su casa. Aun así, se congratulaba de que nuestras obligaciones en Inglaterra hubieran concluido. Quentin, que tomaba a grandes tragos el brebaje contenido en un tazón decorado con motivos de caza, asentía a todo lo que se decía y reía a carcajadas sin ningún tipo de rubor. Yo pretendía estar apenado por nuestra partida, porque es cierto que tememos eso que más anhelamos. No era una contrariedad para mí el hecho de tener que regresar a Pont d´Illa, aunque no sabía demasiado bien cuales eran los motivos que inclinaban la balanza hacia uno de los dos lados posibles. No todo podía ser aceptado con indiscutible talante.

Westminster dio para mucho más que para largas y aburridas veladas en casa de los Tankerville o para las nada concluyentes visitas a esos antipáticos intermediarios dispuestos a indicar a Carmit el camino hacia el «estado ideal». Cruzar el Támesis —una gota de mar arrastrada desde su vuelco al infinito y único azul— por alguno de sus puentes fue favorecedor de mi relativo bienestar en la ciudad y contribuyó, de manera sencilla y práctica, a mi indiscutible devoción por Fábulo. El Támesis no desembocaba en el Mar del Norte. Yo entendía que su destino final no era ese, pues el río en su continuo circular volvía a ser la misma minúscula gota integrante de Fábulo. Así lo había creído desde que llegué a la islita. Así lo creo ahora. ¿Cómo entenderlo de otra forma? De alguna manera, ello era visible en la carta marina que se desplegaba en una pared de mi habitación: los espacios azules se extendían dentro de un mismo todo. El poder de Fábulo era desconocido por otros.

El último día en Londres supuso una dependencia total de los relojes que se repartían por cualquier rincón de la mansión. Los nervios de Ambrose eran tan evidentes que Constance le hizo tomar un cocimiento de hierbas relajantes. Carmit, por su parte, conservaba una actitud defensora ante las muestras de Ambrose por lo que juzgaba una decisión equivocada. Pero un cambio de parecer para ella hubiera sido tan improbable como para la nieve dejarse caer en el verano. Tal como se había decidido regresábamos a Pont d´Illa, lo que me convertiría en habitante de la pequeña tierra circundada por todos los océanos del mundo. Quizá fuera ese el motivo que inclinaba la balanza.

El día estaba templado y despejado cuando abandonábamos la mansión. Yo agitaba mis manos en una continua señal de despedida. Los Tankerville, asomados a uno de los ventanales, también agitaban sus manos con insistencia, como si con ese gesto quisieran hacernos regresar. ¿Nostalgia?

Me produjo gran pesadumbre saber que, en esta ocasión, Ambrose no viajaría con nosotros. Nos acompañaría hasta la estación del tren y volvería a la residencia para recoger los dos viejos baúles rescatados en Windsor (los baúles habían terminado de llenarse con algunas prendas y pequeños objetos de reciente adquisición); por lo tanto, nos moveríamos con el mínimo equipaje. Y con ese mínimo equipaje, con el gran peso que Carmit decía cargar sobre sus espaldas y con mi gigantesco caparazón iniciaríamos una andadura que no sabíamos adónde nos conduciría.

El trasiego de gente en la estación y algunas otras eventualidades me habían impedido quedar recompensado con la que debería haber sido una última mirada al indispensable Ambrose. Podría decirse que nuestra despedida fue poco menos que indecente.

El tren comenzó a marchar por uno de los tantos caminos de hierro con los que contaba la estación. Así, la gris y desalmada edificación iba dando paso a oscuros espacios sin vida, a una breve y negra extensión interior que pronto se abriría a la luz. Mientras el tren avanzaba por el paisaje pardo y rojizo del otoño, Carmit me mostraba con anécdotas y sucedidos cómo algunos fragmentos de las historias personales, a pesar de que parecen repetirse de continuo, no son nunca los mismos. El horizonte, las tonalidades, la emoción, la compañía, las voces, los rostros, los recuerdos, cada cosa adquiere una nueva dimensión con la nueva vivencia. Son tantos los condicionantes que se aglutinan en el nuevo presente que las divergencias entre un momento cualquiera y otro momento cualquiera pueden llegar a ser infinitas. «No somos aves», me decía ella. Y yo, con muy poco afán por entenderla, guardado en mi caparazón de grandes dimensiones, me dejaba llevar por una peregrina desidia que hizo de mí un ser entorpecido y poco comprometido. Continuaba con la conocida «difusa emoción mental», que se suspendía y se reavivaba de manera clandestina. Sentía a Fábulo como una sombra transparente que pretende pasar desapercibida y que se manifiesta con abstracciones imposibles de interpretar. Pero no daba excesiva importancia a esos pensamientos enturbiados, quizá porque no comprendía a qué venían.

El tren sufrió una pequeña avería en los tubos de fuego de la caldera que pudo subsanarse rápidamente. Carmit creyó que nuestro regreso se vería comprometido, aunque tal cosa no pareció preocuparla demasiado. No recuerdo situación adversa mejor llevada que esta por muy diversos motivos, entre otros, por el optimismo de Carmit. Yo, a pesar de mi apatía, me encomendaba a ese optimismo que Carmit quería contagiarme y que nacía de la anhelada pronta llegada a la islita.

Excepto porque Carmit padeció una de sus habituales jaquecas, no hubo nada digno de mención en la que fue la travesía por mar. Hasta nuestra llegada a Pont d´Illa, aun en deplorables condiciones físicas, Carmit no había descuidado sus atenciones hacia mí. Me entretenía con algunos chismes familiares, me contentaba con pequeños paseos por la cubierta, cuidaba escrupulosamente de mi alimentación y mi descanso… Y yo, víctima de la pereza, me dejaba asombrar por un mar que se extendía y extendía hasta más allá de lo que era capaz de ver.

error: El contenido está protegido