Todos esos días de todos esos años que iban transcurriendo eran días en los que sólo cabían los momentos buenos, los momentos moderados o los malos momentos. Nunca evidencié la angustia de los auténticos momentos, que eran los que verdaderamente ocupaban mi existencia. Y cuando ya vivía totalmente inmerso en una no superable búsqueda diaria, nada conseguiría serme trascendente, nada habría que provocara en mí un indiscutible interés. Sólo podía manifestar un cierto compromiso con el estudio y con el desenvolvimiento, más adelante, de mi digno trabajo, cuestiones ambas a las que procuré la importancia que no me merecían. No quedaba más remedio que ir saliendo victorioso de las contiendas en las que el oponente era yo mismo.
A pesar de todo, conservaba un reducido compendio de preferencias (por puro efecto de mis circunstancias) que no optaban más que a cumplir una mera función de auxilio personal: los versos, que en una adolescencia desplazada de su propia condición de ser habían iniciado su andadura, «mis juegos piadosos», los reconfortantes hábitos caseros y las breves atenciones a la intriga familiar.
Aunque no eran motivo de profunda reflexión, esos episodios familiares revelados por Carmit o nacidos de mi propia observación y una despreocupada contemplación de lo frívolo unida a un muy elemental examen de los protagonistas eran mi protección ante el extravío de la razón. Y aunque no podía demostrar la veracidad de las respuestas a las cuestiones que yo mismo me hacía (salvo cuando había evidencias), esos breves momentos de normalidad regulaban mi mente.
Ni siquiera allá por el mes julio de 1914, cuando comenzaban a escucharse voces sobre un posible conflicto armado en Europa —alarmando tanto a Carmit que acababa por confesarme sus temores—, yo me permitía la más mínima curiosidad o recelo. Y aunque lo que aparentaba ser un rumor se convertiría en una verdadera conflagración —«esa maldita guerra europea»—, no fui capaz de dejarme impresionar por ello. Tan sólo cuando Carmit me hizo caer en la cuenta de que podrían reclutarme y obligarme a abandonar la islita se abrió en mi cabeza una rendija accidental pero profunda, por donde entraba y salía un vientecillo caviloso. Mas como bálsamo para los temores de Carmit, que ya me veía herido o prisionero, y como esclarecimiento a mi ignorancia al respecto, recibíamos cumplida información del buen Ambrose, quien nos aseguraba que yo no tendría que participar en el conflicto, que este nada tenía que ver conmigo salvo que por intereses o ideales así lo quisiera yo. ¿Se equivocaba?
Carmit no había dejado de apoyarse en unas crónicas que aunque algo espaciadas en el tiempo y cada vez más álgidas debido a que la conflagración se haría mundial íbamos recibiendo de Inglaterra. En la primavera de 1916, Ambrose nos hacía saber que los hombres serían reclutados a partir de los dieciocho años. Yo no los tenía aún: el destino, tan inflexible siempre con mi persona, respetaba de momento mi condición de buscador. Cerré la rendija tras dejar escapar por ella el vientecillo de mis titubeos.
Cuando la paz parecía haberse conseguido, cuando se hablaba de la firma de un tratado (en noviembre o diciembre de 1918), cuando Carmit aludía emocionada a la Triple Entente, yo empezaba a darme cuenta de que había pasado por alto la gravedad del asunto. Y mientras todos a mi alrededor se habían sentido inquietos o habían discutido —como tantas otras cosas se discuten—, yo había seguido enfrascado en «mis juegos piadosos», había continuado correteando como loco por la ciudad, había seguido viviendo con las luces y las sombras de mi mundo de luces y sombras. Ni por un momento había abandonado la búsqueda. Yo, el inevitable Simon, había permanecido escondido en el caparazón de «mi autentica nueva vida».
«Mi auténtica nueva vida» pesaba sobre todas las cosas posibles. Claro que cabía salvaguardar la armoniosa relación que mantenía con mi querida Carmit. Y claro que ansiaba encontrar la tranquilidad que se me negaba. Aleth permitía, después de todo, que no me cuestionara la falta de una mujer en mi vida. ¡Impensable! ¿Qué más podía desear sino que el encuentro con ella estuviera garantizado? Las verdaderas formas de la vida estaban vedadas para mí: no tenían vocación de ser sino como entelequia.
Por encontrarte, Aleth, pues te creo perdida,
he recordado las formas de la vida.
Creeré en lo que es.
Veré lo que se muestre.
Serán mis luces y mis sombras
lo que me alumbre o me extravíe.
He recordado las formas de la vida.
Nada importa,
Aleth, pues te creo perdida.