«Mi auténtica nueva vida» daba comienzo la tarde del 30 de abril de1909, en La Coveta, una pequeñita cala que Sibi había descubierto al poco de instalarnos en la islita y que distinguió con la calificación de nuestro rincón preferido. Esa tarde, Sibi me había llevado hasta allí por sorpresa.
Cuando llegamos al lugar, Sibi extendió un gran paño sobre la arena y me sentó en él. Después besó mi frente, me ajustó el sombrerito de paja en la cabeza, se descalzó y se anudó las faldas sobre las caderas (llevaba puesta una vaporosa túnica blanca que la hacía parecer un ángel). Sin dar tiempo a nada, sin decir nada, sin permitirse un solo momento se dirigió hacia el mar, que se abría ante ella en una milagrosa demostración de grandiosidad. Muy poco a poco, Sibi se fue adentrando en las tranquilas y azules aguas, en las calmosas aguas que fluctuaban con un movimiento inapreciable. Cuando la ligerísima oscilación azul le cubrió hasta casi la cintura, Sibi se giró hasta tenerme de cara, abrió los brazos como si fuera a levantar el vuelo y se dejó caer en la oceánica inmensidad. Sin darme la espalda, casi sin dejar de mirarme, comenzó a chapotear. De cuando en cuando, me saludaba con la mano para hacerme saber que estaba a poca distancia y pendiente de mí.
Las olas, ribeteadas de espuma, avanzaban, avanzaban, avanzaban… Y lentamente se alejaban; se alejaban arrastrando tras de sí una brillante, blanca y fina arena. Las olas, con su ribete de espuma blanca, en su invisible vuelta al infinito, dejaban en el aire un susurro de vida asosegado. Me sentía bien escuchando el rumor melodioso y adormecedor del mar. Pero yo deseaba estar junto a Sibi, deseaba sentir la larga caricia de las aguas, deseaba agitar mis brazos como el ave en un cielo calmo y tibio, deseaba que las olas se deslizaran sobre mi cuerpo desnudo y deseaba hundirme en aquel abismo para encontrar el buque naufragado, para encontrar al capitán. A pesar de tan aventurados pensamientos no me moví ni un ápice del sitio; permanecí sentadito, sentadito sobre el gran paño anaranjado, tal como me había estado suplicando Sibi todo el tiempo. Desde allí miraba unas aguas tan cercanas al cielo que podían confundirse con él. Recordaba las palabras de Carmit cuando arribamos a la islita, unas palabras que me habían reconfortado en un instante extraño. Bajo el templado sol de primavera y tocado por una refrescante brisa, esperaba que mi madre regresara.
¡Pero cuánto tiempo es necesario para que la calma de paso a la furia! ¿Por qué el mar aparecía de repente como un encrespado manto gris? ¿Por qué arremetía contra las rocas lanzando en cada sacudida grandes nubes de espuma y polvo? ¿Qué provocó su rabia inmensa? ¿Cómo convirtió lo que era música en el bramar de un colérico animal? Las fuertes ráfagas de tierra sepultaban mis pies desnudos, los dejaba al descubierto, los volvía a sepultar. Mis ojos estaban irritados y llorosos. Mis secos labios se pegaban el uno al otro. El sombrerito de paja se había volado; volaba entre el polvo y la nada, a lo lejos, muy a lo lejos. Ahora ya no veía a Sibi, no alcanzaba a distinguirla. Buscaba su vestido blanco, su cabello largo y oscuro entre las olas. Pero las olas se alzaban arrolladoras, como si con su fuerza quisieran arrancarle pedazos de un azul ya perdido al firmamento. Una nebulosa de grises, ocres y débiles escarlatas se había desplegado sobre un horizonte nuevo convirtiéndolo en una irrealidad viviente y sobrenatural. No veía a Sibi. ¿Es qué jugaba a esconderse? ¿Me observaba desde algún mágico escondite? No entendía aquel juego que tanta inquietud me provocaba. Tan sólo un momento antes me saludaba y me lanzaba agua con sus manos aun a sabiendas de que esa agua nunca llegaría a salpicarme. Después, había dejado de verla. Yo me giraba una vez y otra por si aparecía, como cuando en nuestra antigua casa jugábamos a escondernos y muerta de risa me sorprendía por la espalda y me abrazaba. Pero ahora Sibi no estaba, no estaba, no estaba… Y yo no me atrevía a traspasar un espacio que, de alguna forma, me sujetaba a la realidad. Tiré del paño sobre el que me sentaba hasta liberarlo de mi peso. Me abracé a él como hubiera querido abrazarme a Sibi. Aterrorizado y aterido de frío escuchaba un murmurar dilatado y abisal que no cesaba, que se iba afondando en mi cabeza, que se iba apoderando de ella: ffffáaaabuloooo…, ffffáaaabuloooo…, ffffáaaabuloooo… Algunas aves cruzaron ese nuevo cielo nacido del caos; chillaban como pequeñas bestias voladoras. Contagiado por sus desgarradas y penetrantes voces me uní a ellas, de manera que mi grito de horror se confundió con el chirriar de los pájaros. Y ese grito de pequeño huérfano llegó hasta quien había de socorrerme.
La furia de Fábulo, a ti,
ángel de blancas vestiduras,
a ti te llevó.
¡Horror del mar!
¡Horror!
¡Horror!
No te hallé.
No te hallé.
¡Horror del mar!
¡Horror!
¡Horror!