Pont d´Illa, diciembre de 1909. Sin darme demasiada cuenta habían pasado las horas, los días, las semanas… Fue aquel un periodo de tanteo de lo que Carmit consideraba eternas expectativas de futuro y máximo reencuentro con la armonía: «El estado ideal». Con nueve años recién cumplidos, no parecía que cosa alguna hubiera trastocado mi interior más de lo que ya había podido apreciar.
Otra vez sobre las olas.
Otra vez sobre las olas.
Al mar, al mar…
Vuelvo a la luz de un recuerdo
que tiembla entre las aguas.
Otra vez sobre las olas.
Otra vez sobre las olas.
Yo sobre las olas.
Al mar, al mar regresé: mi hogar.
Al azul que me convierte,
al alba que se extiende,
al sol que se estrella como luz de oro.
Al mar, al mar regresé: mi hogar.
A fin de que mi vida —nuestra vida— fuese tomando forma, me habían sido impuestas algunas obligaciones. La principal exigencia atañía a los estudios. No hubo problema a ese respecto, pues, con su peculiar estilo, Carmit conseguiría allanar el camino que habría de conducirme a una exitosa adaptación en cuanto a mi ilustración. Mérito suyo fue localizar a quienes participarían de eso que en la islita se había considerado una extravagancia. Pero Carmit tuvo presente lo convenido con Sibi y no sucumbió a esa negativa interpretación, sino que la hizo reafirmarse en su propósito. Así que pronto fui presentado a las personas que sacarían de mí el mayor provecho. El acuerdo monetario, de recursos y de disponibilidad horaria entre Carmit y los maestros fue todo un ceremonial, la ejecución de una obra de arte en donde ellos tres eran los autores y yo una especie de musa.
Mr. Adam Sarti había pertenecido al primer centro de formación para profesores del Reino Unido. De él recibiría la instrucción en ciencias y matemáticas (siempre decía que quisiera haber sido Jacobo Borghini). Afortunadamente, el profesor Sarti se había dejado caer por la islita no hacía demasiado tiempo. A Ulises, un meritorio lingüista —amigo del maestro titular de la escuela del lugar—, debo mi perfecto dominio del inglés y del castellano. «Un lujo, mi querido muchachito», me decía Carmit refiriéndose a ambos. Cuando mi condición de buscador hizo que mi tiempo fuera tan escaso como valioso, pensaba que aquellos dos seres no harían más que dificultarme la búsqueda de cada día: entorpecer la única manera que tenía de desechar funestas suposiciones y dudas respecto de Aleth. Pero, verdaderamente, debo estarles agradecido, ya que evitaron que tuviera que moverme de la islita para obtener las credenciales que me facultarían como traductor (algo que consideré un triunfo, por más que no se entendiera mi supuesta obstinación). Había ganado una batalla en esa extraña pero necesaria guerra que era mi propia vida…