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Irmina

III

Desde la pequeña habitación, en donde la fatalidad o la gracia me habían situado, empezaba a percibir una realidad que con el tiempo traspasaría sus propios márgenes, ocupando mi existencia por siempre jamás. Las imágenes del horror vagaban en mi interior como residuos de un mal sueño. Sentía como cierta —y lo era— la desaparición de Sibi. Pero esa era una realidad todavía ignorada, encubierta, medio disfrazada entre el claroscuro de la habitación y los recientes recuerdos. Los objetos que me acompañaban me parecían tan extraños como reconocibles: el libro rodeado de caracolas que descansaba sobre la cubierta de un mueble, las vasijas de cristal rebosantes de estrellas de mar y pequeños cantos rodados, los cientos de conchas marinas que, unidas con hilos a unas finísimas ramas, se descolgaban del techo a modo de lamparillas móviles… Todo era ligero pero pesado, turbador pero relajante, atractivo pero lastimoso. Estaba alerta. El tintineo de las pequeñas conchas al entrechocar, movidas por una mínima corriente de aire o por su propia inercia, se dejaba oír levemente, tan levemente que quizá ni lo sintiera. Escuchaba los gritos de las gaviotas, que cesaban, que retornaban, que se distanciaban, que se convertían en un único grito ensordecedor. Sentía el mar embestir contra las paredes que me encerraban. Mi cuerpo, yaciente en un diván de blanca espuma, se dejaba llevar por la fuerza de un oleaje imaginado. Tan incomprensibles me parecían aquellas alucinaciones y paradojas que la inquietud se iba sustentando a medida que tomaba conciencia del momento, de ese momento que quería y no quería ser, que era y no era, en el que yo estaba y no estaba. Mas el arbitrio de la realidad parecía ir adquiriendo autoridad, parecía ir asentándose sin que pudiese terminar de apreciarlo. Tan siquiera podía ni imaginar el devenir de mi vida.

De entre las luces y las sombras circundantes, de entre los objetos y formas que me acompañaban, como continuación de mi sueño o como parte de una absoluta realidad surgió Sibi —quien yo creía Sibi—. Su figura se recortaba ante un vano que daba a la estancia la luz precisa, la luz de un sol velado, la luz cálida de una mañana inmadura y amaneciente. «Sibi, Sibi, Sibi», me escuchaba decir sin sonido alguno. Mi voz no alcanzaba más allá del pensamiento. A pesar de mi silencio, Sibi —quien yo creía Sibi—volvió el rostro hacia mí y sonrió: una sonrisa desconocida en un rostro desconocido, pero tan reconocibles ambos como todo lo que había podido contemplar hasta el momento. La contundencia de la realidad no dejaba lugar a dudas: no era Sibi quien estaba conmigo en aquella pequeña habitación. Aleth Stadepole me había encontrado en La Coveta cuando, huérfano y desprotegido, comenzaba a engendrarse mi nueva realidad: «mi auténtica nueva vida». Ella me había llevado a su casa, me había resguardado bajo su techo, me había cuidado durante unas horas. Aleth me había salvado o condenado.

Abandoné Vila Separada junto a Carmit. Agarrados fuertemente de la mano y en el más absoluto silencio, como dos vagabundos sin destino, anduvimos el no muy largo trecho que llevaba a nuestra casa. Pasada una eternidad, un yo sobrecogido y una Carmit desolada y circunspecta llegábamos a nuestro destino. Y en ese inevitable estado transitorio nos mantuvimos un tiempo, aunque solamente yo sufriría la auténtica conversión posterior. Nada iba a ser igual en nuestras vidas. Nada era igual. El capitán no estaba, Sibi no estaba.

El 30 de abril de 1909, día de confusión y mortífera sorpresa, creyó Carmit que Sibi y yo habíamos regresado a la casa después de lo que iba a ser una breve excursión a La Coveta. Pero no fue así: Sibi y yo no regresamos a la casa aquella tarde de primavera. En ningún momento Carmit nos había echado en falta, pues al reposo vespertino unió el descanso de la noche, tan mal se encontraba a causa de una de sus jaquecas. Al día siguiente, antes de que amaneciera, Ricard había ido a buscarla —por orden de Aleth— para acompañarla hasta Vila Separada. En la pequeña habitación la esperábamos una joven y desconocida mujer y un incipiente Simon.

Mares que hasta mí trajisteis
sangre sin color ni realidad,
el galopar de mil aladas bestias,
el acuoso de las brisas…
Mares adonde líquidas turquesas
y glaucas esmeraldas se fundieron.
Mares adonde el manso de la noche,
adonde el fuego de la aurora,
adonde la espuma de los cielos…
Mares adonde la lluvia de los mundos,
adonde el llanto de las ninfas…
Mares que dejasteis de ser mares
para ser Fábulo sin término,
Fábulo, Fábulo infinito, Fábulo sin fin,
rueda de espejos que reflejan mi temor.
Fábulo, Fábulo, Fábulo,
Fábulo insaciable,
Fábulo, Fábulo infinito, Fábulo sin fin.

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