Los días eran gruesos, duros, oscuros, como las rocas sobre las que Fábulo golpeaba. Pero el tiempo persistía en su transcurrir hacia alguno de todos los destinos posibles. Las clases del profesor Sarti y de Ulises me resultaban insoportables, tanto que la desidia y el sueño no dejaban de importunarme. Yo quería parecer interesado en las explicaciones que ambos instructores me procuraban; intentaba hacerles ver mi compromiso con el estudio; incluso pretendía abandonarme a la distracción cuando eso fuera lo inevitable o lo más prudente, como si mi vida fuese la que realmente hubiera debido ser. Pero en cualquier circunstancia me era demasiado difícil seguir el hilo de una conversación, responder con cierta lógica —a pesar de que mis razonamientos parecían impecables— o no resultar demasiado extravagante, y es que las cavilaciones dominaban mis actos y dirigían mis pensamientos hacia lugares complicados de transitar. De antemano, me preparaba para una contestación eficaz y entendible con tal de que nadie pudiera sospechar de mi estado. Las contadas personas con las que me relacionaba tendieron hacia mí un puente que, a pesar de su fragilidad, pude cruzar. Y fue gracias a ese puente de espuma que no me precipité al vacío de la locura.
El doce de diciembre de 1914, «sábado milagroso», cuando la angustia gobernaba mi vida, Aleth regresaba a Pont d´Illa. ¡Por fin regresaba! Las campanas de la iglesia de Santa Catalina anunciaban el mediodía. Los vibrantes repiques acompañaban el ritmo loco de mi corazón. «Aleluya, Aleluya», me decía a mí mismo mientras corría camino abajo para verla llegar. Sabía que volvía, lo sabía, lo sabía… Había visto a Ricard salir con la calesa en dirección al puerto. ¿Cómo pude ignorar durante la espera la que podía ser y de hecho fue una señal incuestionable? ¿Cómo no se me había pasado por la cabeza que el coche me indicaría la llegada de Aleth? No tenía duda: Aleth volvía, Aleth volvía.
Escapé de la ciudad por la Puerta de Sant Marc, que desde el lado oeste miraba al puerto. Fuera ya de las murallas que rodeaban la población, embebido por la euforia y sin reparar en quien pudiera verme en aquel estado de excitación, me arrodillé sobre el empedrado y alcé mis brazos hacia el cielo. El sol había alcanzado su zénit y resplandecía con toda intensidad. Me levanté avergonzado, aunque tan entusiasmado que no acertaba a situarme en un espacio y un tiempo que me parecían ficticios. Creí que perdería la razón si es que no la había perdido ya. Comencé a correr hacia una libertad que, a pesar de demasiado restringida, era mi única libertad. Corrí hacia el puerto, hacia el puerto, hacia el puerto, hacia la verdad, hacia Aleth.
El viento racheado y mi cuerpo al pasar sacudíamos las murtas del camino. Los pequeños arbustos descolgaban sus purpúreas florecillas, que terminaban rodando por el suelo —acaso pretendían convertirse en cómplices de aquella fiesta de bienvenida—. Fábulo centelleaba: sus destellos se incrustaban en mis ojos y mi pecho hasta quemarlos. En el aire se mezclaban el olor a sal, a yodo, a algas, a la brea con la que se calafateaban las embarcaciones. Como consecuencia del resplandor del día, del perfume sanador y del regreso de Aleth, entendiendo que las horas pasadas se convertían ahora en un momento de contento en el que ya nada importaba, en el que el pasado casi desaparecía, disfracé mi espíritu y mi conciencia para vivir el nuevo tiempo que se desplegaba ante mí. ¿Era felicidad?
Al azul que te convierte,
al alba que se vierte ante mis ojos,
al sol que se estrella como luz de oro,
al mar regresaste.
Otra vez sobre las olas.
Tú sobre las olas.