Creía en aquellos tiempos —memorables días de mi infancia— que mi corazón era el mejor lugar donde refugiarme. Para ello pensé que tendría que arquearme, recogerme, casi fundirme con ese mi propio corazón. Y así hice. Con pena por aquello amado que me era más próximo, entré en el corazón.
Ya adentro, sólo escuchaba mi latido: único, acompasado, hermoso, leve, inocente; diría que perfecto… Había dejado el áspero y prosaico mundo para sentirme a mí misma. Mi corazón y yo éramos lo mismo.
No resultaba muy probable ser sorprendida en un lugar tan secreto como palpitante. Pero pronto me vi como una presa en una ciega y pequeña guarida, expuesta a ser husmeada y engullida por cualquier tipo de alimaña desconocida. Fueron tantas las conjeturas y desconfianzas sobre mi realidad que lloré con gran pesar. Lloré… Lloré desconsoladamente, sin ser consciente de que ese llanto desmedido tendría consecuencias.
Inundado por las lágrimas derramadas, el corazón se encogía, se arrugaba, se hacía minúsculo. Finalmente, se volvió tan pequeño que dejé de caber en él. Además, se rasgaba causando gran dolor… Por otra parte, mi cuerpo no había dejado de desarrollarse, puesto que yo era una niña y esa era mi obligación y mi suerte. Había saltado la alarma de la supervivencia: no quedaba más remedio que escapar de mi propio corazón, abandonarlo, vaciarlo de mí. Y eso hice.
Ya vaciado de mí, el corazón quedó esponjoso, limpio, oreado, tibio como una primavera recién estrenada. Poco a poco, fue recomponiéndose y cicatrizando de un daño provocado por mí misma. Y ese florecimiento posterior, inapreciable para el mundo del que me había querido zafar, me permitió perseverar en la condición que desde siempre me ha definido.
Que el mundo no hubiera abandonado su conocido prosaísmo y su antigua aspereza no me importaba demasiado… No me importaba nada el mundo porque con mi nuevo tamaño y con el albedrío del que dispondría a partir de entonces me apoderaría de mi propio mundo…
Y acerté. Estaba salvaguardada. Pero el tiempo mandaba…