27 de enero de 20…
He comenzado la mañana con un firme propósito: dar fin a aquel problema que aún no he sido capaz de resolver a pesar de haberlo intentado en infinidad de ocasiones. Pero, bien por mi falta de voluntad o por un exceso de confianza en que la cuestión se solvente por sí misma, dudo que verdaderamente ese final tan esperado sea factible.
El día es frío. Saldrá el sol. Quisiera hibernar. ¿Llegará la primavera?
En realidad, sé que el problema va a eternizarse. Se hará crónico, y su cronicidad dará origen a nuevas y traumáticas complicaciones en las que no quiero ni pensar. Esta conclusión me ha desesperado.
Resuelvo, en este preciso instante, dar comienzo a una estrategia.
Estrategia a seguir: «Pensar que en el momento de la verdad, en el momento en que el problema se haga evidente debido a decisiones ajenas a mí, tendré que enfrentarme indefectiblemente a una exposición degradante y aflictiva de mi persona».
No quiero revelar la naturaleza de esta cuestión que tantísimo me acucia y que parece estar atada a mí con hilo de bramante.
He desesperado durante demasiados meses como para no darme una nueva oportunidad de enmienda. Quizá aún disponga de tiempo para revertir la situación creada, al menos para paliarla casi al máximo (algún as guardo bajo mi manga).
El día es frío. Saldrá el sol.