La anchura de la isla, de este a oeste, escasamente sobrepasaba los tres kilómetros en su parte más estrecha. En donde ésta se ensanchaba, alcanzaría unos cuatro kilómetros y medio. Su longitud, de norte a sur, sería de cinco kilómetros y medio. Pont d´Illa tenía una extensión asumible, es decir, podía recorrerse en un breve espacio de tiempo. «El hombre camina a una media de 4,5 kilómetros por hora», así decía el profesor Sarti.
No trazar itinerarios demasiado concretos o excesivamente rígidos sería parte del plan, lo contrario me hubiera conducido al aburrimiento y, por tanto, al fracaso. Recorrer la islita a mi aire me ayudaría a mantener el ánimo alto y a no inquietarme más de lo necesario. Tendría que respetar algunos horarios, eso sí. Carmit, en el convencimiento de que yo andaría en mi habitación —«¡Vaya casualidad esta lluvia que me obliga a traer los papeles secretos del gobernador a casa y estar encerrado toda la mañana!»—, no se atrevería a incomodarme. Dejaría que tocara a la puerta, como últimamente venía haciendo, como habíamos acordado hacía ya un tiempo, como a ambos nos gustaba. No, no sería necesaria contestación alguna por mi parte, bastaría con que ella golpeara la madera suavemente: tres toques, una pausa, tres toques nuevamente. Ya habían quedado algo lejos aquellos días, cuando Carmit entraba en el dormitorio y estirando de la almohada me musitaba al oído: «Simon, Simon, mi querido muchachito, un hermoso día nos espera». Siempre nos concedimos tiempo para poder asimilar cualquier cambio en nuestras vidas aunque, a pesar de la previsión que pretendíamos imponer, muchas cosas se nos mostraran imprecisas. Habíamos conciliado nuestros intereses. Carmit se dejaba llevar por la inercia de lo establecido, pero trataba de embellecer las situaciones más ásperas con inspiración y un talento nada habitual. Yo me encaminaba ciegamente hacia quien me procuraba la realidad de mi propia realidad: Aleth. Tres toques, una pausa, tres toques nuevamente… No, no sería preciso contestar a la llamada: respetábamos las reglas. Las doce cincuenta de la tarde sería la hora perfecta para entrar en la casa, momento en el que Carmit estaría dando los últimos toques a la comida —la escucharía trasteando en la cocina—, por lo que no se percataría de mi llegada. Subiría a la habitación y me pondría la bata y las chinelas. Veinte minutos después estaría sentado a la mesa, aguardando impaciente pero contenido a que ella acudiera con la bandeja de carne con patatas o de pescado con verduras. Entonces, mostrando mi mejor cara, como si viviera según mi libre albedrío, me abandonaría a una conversación intrascendente y apuraría la comida con el goce del joven hambriento y agradecido. Por supuesto, tendría que someterme al despojamiento de mis verdaderas circunstancias, al abandono del pensamiento, al olvido de mi propio yo. La indumentaria no había que descuidarla: gabardina, amplia chalina, sombrero impermeable, guantes, botas de cuero y paraguas. Además, disponía de la más valiosa arma para la búsqueda diaria: un viejo catalejo que había pertenecido al capitán y que Carmit, una tarde de remembranzas, tuvo a bien mostrarme. Ahora, sería fundamental para «la gran búsqueda». (Abandono las cavilaciones que sobre «la gran búsqueda» ocupaban mi mente y momentáneamente doy marcha atrás en el tiempo, hasta mediados de octubre de 1919).
Mediados de octubre de 1919. Quedaban pocas semanas para mi diecinueve cumpleaños. Carmit me había asegurado, después de una atrevida petición por mi parte al saber de la existencia del catalejo, que a partir de tan señalada fecha podría disponer de él, siempre que me comprometiera a no usarlo con fines maliciosos, alcahuetear o invadir vidas ajenas. Fue fácil convencerla de que me regalara lo que no dudé en llamar «viejo artilugio de pirata» (una despectiva definición con la que pensé que le restaba importancia). Pero Carmit, algo molesta por esas palabras, me aseguró que el catalejo era de bronce y que el cuerpo principal estaba recubierto de piel de la mejor calidad. «Estoy convencida de que lo utilizó el mismísimo Horatio Nelson», había dicho ella para más reforzar su valor: Lo importante para mí era que el aparato, una vez plegado, no medía más de veinte centímetros de largo y que, según se indicaba en el estuche, su potencia era de 12x.
El día primero de diciembre de 1919, Carmit me hacía entrega del deseado regalo. Un paño de seda verde envolvía el estuche de madera que contenía el viejo catalejo. Yo había prometido que daría a éste un uso adecuado. Y así fue durante todo el tiempo que pude disfrutarlo. Que mi honorabilidad pudiera verse en entredicho y el respeto que sentía hacia Carmit y hacia el capitán fueron razones suficientes para no dejar de cumplir la promesa. Hice lo imposible porque el artilugio pasara desapercibido para los demás: bien lo escondía bajo la ropa o en algún bolsillo, bien lo dejaba en el macuto que solía llevar al hombro en mis salidas. Cuando sospechaba que podía traicionar la palabra dada, lo apartaba de mis ojos. ¿Qué debía haber hecho si no?