Pues la apariencia sólo es apariencia,
retrato de un mal sueño:
¡ilusión!
Las impresiones son tan sólo impresiones, pero ahora me alcanzaban de pleno. Podía apreciar el vacío en Vila Separada: el mutismo se percibía tras los sonidos acreditados. Yo tenía que mantenerme fiel a mis creencias: ceñirme a los hechos, limitarme a las comprobaciones realizadas en primerísima persona. No dudar de la seguridad que proporciona la observación era imprescindible. ¿Entonces, las premisas nacidas de la nada y en las cuales fundamentaba «mi auténtica nueva vida»? La realidad que encierra su resolución final les da una validez extrema. Y así se demostrará.
No hay más realidad que la constatable; no hay más verdad que la que comprobamos con nuestros propios sentidos, por nuestros propios medios y sin las restricciones del pensar ajeno. A veces, la luz de la realidad resplandece hasta un punto de tan extrema refulgencia, de tan absoluta intensidad que acaba cegándonos e impidiendo lo que en un principio sería su virtud y misión principal: proporcionarnos claridad suficiente para poder percibir con nitidez aquello que pretende ocultarse a los sentidos.
¿A quién pretendo descubrir,
a quién en este rincón deshabitado?
Un escondite la guarda a ella.
Fábulo, Fábulo, cristal de un mar sin fin,
rueda de espejos que refleja mi temor.
¿Adónde Fábulo me lleva?
¿Adónde Fábulo me trae?
¿Ha escondido Fábulo el ayer?
Fábulo, Fábulo, cristal de un mar sin fin,
rueda de espejos que refleja mi temor.
Recordé a Ambrose queriéndonos convencer a Carmit y a mí de que no había tiempo para nada, pero apremiándonos para que llegáramos al destino. Ahora, yo no veía momento para ir a las granjas, para visitar al doctor Montórfano, para hablar con Ricard. ¿El camposanto? ¡El camposanto! ¡La escuela! Tantos lugares quedaban por ver, tantos rincones había dejado para más tarde… Lo cierto es que cada segundo me apartaba de Aleth; cada segundo era, quizá, el último segundo del que disponer para encontrarla. Pero debía dejar mis esperanzas en cuarentena: no podía ni debía hacer esperar a Carmit. Ella estaría arrellanada en su sillón, con algún bello relato pendiente de acomodar ante mí, con alguna historia o vivencia digna de entretenerme, con algún consejo rebuscado sólo para mi persona. Mientras, la suave música del gramófono intentaría llenar los vacíos no deseados de su existencia. Mi estimada Carmit…
Quería correr, correr en todas direcciones… Necesitaba escapar de mí. Necesitaba reencontrarme conmigo, con Carmit, con la vida… Pero continuaba anclado al pie de la verja, con la mirada quieta, fijada, clavada en el jardín oscurecido, en el camino que llevaba a la puerta de entrada de la casa, en las ventanas clausuradas, en la nada, en la nada…
Quizá pasaran sólo unos minutos o quizá algunas horas. Desplazada mi conciencia del tiempo real, vino a mi cabeza aquel viejo e incesante sonido que se afondaba en ella con desfachatez, aquel incesante sonido primitivo, aquel salvaje sonido que osaba ahora apoderarse por completo de los pensamientos: ffffáaaabuloooo…, ffffáaaabuloooo…, ffffáaaabuloooo…
¿Pero qué absurdo, qué irracional motivo hizo que pasara por alto La Coveta? ¿Qué provocó que, sin olvidarme de ella, la dejara apartada de mi camino? Mi pretensión era haber vuelto sobre mis pasos, retomar la búsqueda después de visitar las tres calas hermanas. ¿Por qué nos arriesgamos a no consumar nuestros objetivos? ¿Por qué? ¿Por qué había desechado aquel lugar sin pretenderlo? ¿Por qué no somos capaces de acordar con nuestro yo más profundo el cometido de lo que por fundamental nos puede confundir la mente? ¿Es qué sentía algún temor? Pero no podía seguir pensando, ya nada importaba… La incoherencia del presente se envolvía en el terror del futuro, en la veracidad del pasado. Eché a correr, como tantas veces, como siempre, como siempre: enfebrecido, tan agitado como las olas que se llevaron a Sibi. Y en la crudeza de unos pensamientos que no poseía se mantuvo mi mente, sin darse descanso, sin tregua, sin permitirse una leve suspensión de su turbulencia: ffffáaaabuloooo…, ffffáaaabuloooo…, ffffáaaabuloooo… Llegué a La Coveta exhausto pero anhelante.
Otra vez sobre las olas.
Tú sobre las olas.
Al mar, al mar regresaste.
¡Amor del mar!
Allí, en La Coveta, encontré el futuro, encontré el futuro hecho presente, encontré la verdad. Aleth surgió ante mí: innegable, auténtica, durable, tal y como se mostraba los «sábados milagrosos» cuando me era concedido el privilegio de poderla contemplar largamente. Yacía en el espeso lecho de espuma que las aguas y el viento habían preparado para ella. Fábulo la mecía, la acunaba en un suave vaivén paternal. La fría luz de la tarde de un último invierno se hundía en sus mejillas; su cabello oscuro ondeaba en toda su largura; sus ropas, casi desprendidas del delgado cuerpo, dejaban apreciar la lividez de la piel. Sí, Aleth apareció ante mí: innegable, auténtica, durable, allí donde Sibi un día se perdió, allí donde un día comenzó «mi auténtica nueva vida».