Vila Separada quedaba algo alejada de la ciudad, por lo que se la conocía con ese nombre tan a propósito. Construida sobre un acantilado, la vivienda podía considerarse una fortaleza a la que prácticamente nadie tenía acceso y en la que Aleth vivía una elegida reclusión. Alrededor de la propiedad se extendía el mar en una rueda infinita que, a su vez, encerraba nuestra pequeña isla mediterránea: Pont d´Illa.
A ese mar inacabable, que comprendía todos los océanos, mares y ríos del mundo, yo lo llamaba Fábulo. Le di ese nombre cuando entendí que debía distinguirlo con un apelativo que reflejara su grandiosidad y poder, cuando entendí que debía referirme a él con un único nombre que permitiera eliminar todos esos otros títulos que lo denominaban y definían, pero que lo degradaban y desestructuraban estúpidamente. Fábulo era un ser extraordinario y dotado de vida propia.
En su arrebato u holganza,
en su turbulencia o templanza
siempre Fábulo.
En muchas ocasiones, Fábulo sujetaba toda su energía en una ligera y acompasada ondulación azul. Otras veces, se le veía turbio y tan enfurecido que parecía querer escapar de su propio seno. Por las noches, su monótono arrullo o su incansable bramar pretendían adormecerme. Era entonces cuando los pensamientos más siniestros acerca del estado en que pudiera hallarse Aleth se acrecentaban, volviéndose tan machacones que me impedían conciliar el sueño. Con el fin de alejar tales pensamientos de mi cabeza recurría a lo que yo llamaba «mis juegos piadosos».
Uno de esos juegos consistía en dar un nuevo significado a las palabras. Repetía esas palabras una y otra vez, una y otra vez, procurando mantener el orden en el que se me habían ocurrido y asociando cada una de ellas con su reciente acepción. O bien, y esta era una de tantas otras opciones, confeccionaba una imagen mental con múltiples y variados elementos que, pasados unos segundos, debía reproducir con exactitud. Otro de los juegos era realmente enrevesado: cada una de las letras de un vocablo era reemplazada por una otra —vocal por vocal, consonante por consonante—, por lo que un término cualquiera alteraba indefectiblemente su morfología y su fonética. Con las palabras resultantes «traducía» cualquier pequeña frase: el nombre de un cuadro o el título de un libro, por ejemplo. No podía comprobar la perfecta resolución de ninguno de los juegos, pero era capaz de mantener a raya al enemigo. Ya en plena madrugada, el sueño y el cansancio me vencían.
No había transcurrido demasiado tiempo desde que consiguiera dormirme cuando entraba mi tía Carmit a la habitación. Retiraba el cubrecama en el que me arrebujaba plácidamente, estiraba de los almohadones y descorría las gruesas cortinas. Las sombras de la noche dejaban de gravitar en torno a mí, convirtiéndose en finísimos haces de luz que me hacían recordar que aún estaba vivo. A pesar de que a Carmit le disgustaba mi pereza, yo remoloneaba todo lo que podía. Entre sueños le decía que ya me levantaba, pero rendido como estaba volvía a quedarme dormido. Sin darse por satisfecha, Carmit me susurraba al oído: «Simon, Simon, mi querido muchachito, un hermoso día nos espera». Le sonreía resignado y me levantaba con tal de contentarla. Así, de esta manera, sin querer ni poder alterar el estreno matutino, como si temiéramos abandonar nuestros hábitos, recibíamos la vida cada día. Y cada día, la vida se iba convirtiendo en una nueva aventura.
De entre los momentos de búsqueda que a diario soportaba, había uno que encerraba en sí una absoluta precisión. En sábados alternos, Aleth acudía a la ciudad a hacer entrega de sus bordados y abastecerse de víveres. Sólo entonces podía verla sin impedimentos, de manera contundente, inequívoca, rotunda… Y a pesar de que era ese un tiempo limitado, a mí me parecía un tiempo tan generoso y profundo que me sumergía en él con total confianza. La duda que habitualmente me acompañaba se convertía en la convicción de una presencia. No es que no hallara obstáculos en cuanto a la completa certificación de la existencia de Aleth, sino que las dificultades que pudieron aparecer me resultaron tan llevaderas que más que un tiempo generoso y profundo, aquel era un tiempo milagroso que trascendía sobre todo lo demás. Y así fue durante toda la que puede considerarse mi vida.
El «sábado milagroso» daba inicio con la llegada de Aleth a la ciudad. Siempre igual: las mismas horas —muy temprano en el verano y ya avanzada la mañana en el invierno—, el mismo ceremonial, la misma estrategia a seguir. Yo la aguardaba por cualquiera de las callejuelas que daban a la plaza hasta que escuchaba acercarse la vieja calesa que la conducía desde Vila Separada: salía entonces a su encuentro. Y ella, seria, indiferente, ensimismada, sin percatarse de que yo andaba por allí, descendía del vehículo lentamente y se consagraba a sus quehaceres: su figura ocupaba mi mirada y apaciguaba la impaciencia de mi mente. A partir de ahí, seguía sus movimientos de manera encubierta —siempre manteniendo una distancia prudencial—, la custodiaba visualmente hasta allá adonde se dirigiera: temía que se desvaneciera al doblar una esquina o al mezclarse entre las gentes que iban y venían. Cuando entraba a cualquier recinto permanecía a la espera hasta que, de nuevo, resurgía como mi salvación.
No hay más realidad que la que se despliega ante nosotros con toda su fuerza, con todo su brillo, con todo su claror. Sólo constatando los hechos se da respuesta a las cuestiones que no pudieron resolverse por falta de evidencias. De esa manera, se certifican los pensamientos, las ideas, los conceptos, las entidades; en definitiva, se certifica nuestra realidad. Sólo así podemos entender y aceptar aquello que por simple perturbación de los sentidos u ocultación a los mismos desconocemos o dudamos o creemos o, simplemente, imaginamos. Pese a ello, yo partía de unas premisas que carecían de un previo análisis de veracidad: «La muerte de Aleth indica mi pronta e irremediable muerte», «La existencia de Aleth es garantía de mi propia existencia». Eran estos postulados absolutos dogmas desde su mismo inicio y proclamación, pero ambos eran de una indiscutible conclusión: «Ignorar a Aleth significa ignorar mi destino: mi muerte o existencia».
La realidad de cada «sábado milagroso» llegaba a su final cuando Aleth regresaba a su refugio. El recorrido que la calesa realizaba desde la plaza hasta Vila Separada era parte de una convulsa despedida en la que no cabía el adiós. Yo corría campo a través, tropezándome con los pedruscos, enganchándome en los espinos, peleándome por evitar las abundantes plantas de marrubio, todo con el fin de llegar con tiempo suficiente de descubrir su figura. Pero esa figura no tardaba en confundirse entre la enramada y el claroscuro del jardín como una muda sombra más.
En muchas ocasiones, había agarrado la bicicleta y, haciéndome el encontradizo, había perseguido la calesa de la manera más sutil: aminorando o acelerando el ritmo de las pedaladas cuando así la distancia lo requería, intentando confundir a quien pudiera sorprenderme en la espantada, tratando de obtener las últimas señales de realidad desde algún lugar estratégico, no poniéndome jamás en evidencia.
Cuando dejé de ser un enérgico adolescente, esa especie de juego desbaratado se convirtió en una inútil salida a la que confería visos de entrenamiento deportivo o de simple paseo contemplativo. Pero nunca esa marcha acelerada o ese singular paseo llegaban a buen fin, pues cuando alcanzaba la meta, Aleth había desaparecido. Y es que ella sólo existía en puntuales momentos, momentos que quedaban en mi cabeza como un recuerdo que no acababa de ajustarse ni a mis necesidades ni a mis expectativas. Ojalá siempre la hubiera tenido ante mí.
Mi proceder se había ido acomodando con el paso del tiempo, de manera que era mi edad la que otorgaba potestad a mis actos. El activo chico adolescente o el muchacho más mayor y cabal salían siempre indemnes de cualquier apuro. El ingenio se adelantaba a las acciones, y lo que hubiera podido convertirse en una excentricidad merecedora de comentarios ajenos no dejaba de ser una conducta de lo más entendible. ¿Difícil decisión la de mantener las formas cuando la necesidad se impone? ¡No! No hay conflicto ni sacrificio ni obstáculo cuando es preciso resistir. Jamás traicioné mis métodos ni mi condición de buscador. Jamás dejé nada al azar. Y jamás soporté tanta carga como la que me producía el hecho de engañar a mi querida Carmit.
A pesar de que mi conducta no dejaba de ser de lo más comprensible y de que mis actos se justificaban por sí mismos, me preguntaba si alguien pudo pillarme en alguna de esas situaciones comprometidas y hasta ridículas a las que me veía abocado. ¿Ricard, el mozo que volvía con la calesa después de dejar a Aleth en Vila Separada? ¿Pero quién se extrañaría de ver a un adolescente lleno de energía rodando de aquí para allá? ¿Quién recelaría de un educado joven que marcha deportivamente en el invierno? ¿Quién malinterpretaría a ese joven cuando en el verano busca el trayecto más umbroso o pone a prueba su resistencia física sudando bajo el ardiente sol? ¿Quién sospecharía de lo comprensible? ¿Quién criticaría a quien no abandona unas ya reconocidas prácticas? ¿Quién maliciaría sobre lo anecdótico? Mis andanzas siempre habían tenido sentido aunque pueda no parecer así. Fuese como fuese, el «sábado milagroso» daba paso al tiempo de la angustia, al tiempo de las ideas recurrentes, al tiempo de las súplicas inútiles por encontrar entre las trabas de mi mundo la definitiva presencia liberadora: Aleth.
Un «sábado milagroso» de principios del mes de septiembre, en un momento de especial bullicio en la ciudad, escuché de forma casual que Aleth se ausentaría por algún tiempo de Pont d´Illa. Que alguien, en un día de mercado, pasara pegado a mí por una de las estrechas callejuelas no era nada extraordinario. Que ese alguien se cruzara conmigo en el instante preciso en que daba la noticia de esa ausencia a algún otro bien podía considerarse algo más que una mera casualidad. Pero así fue como llegó a mis oídos la terrible nueva, de manera que lo que era una simple confidencia vecinal se convirtió en un trágico canto elevado con fruición al Universo. Quedé tan sobrecogido por ello que siquiera tuve la ocasión o la presteza suficiente para percatarme de quién había hecho tal revelación o a quien iba dirigida. Sólo fui capaz de vislumbrar las consecuencias que se derivarían de esa ausencia.
El veintiuno de septiembre de 1914, Aleth subía al vapor que la apartaría de mi lado. Yo quedaba más en vilo que nunca, pendiendo de un finísimo hilo que me haría oscilar a su antojo y que me convertiría en un ser aún más inestable de lo que ya era. Incluso en esas circunstancias tan adversas mi especial sentido común continuaba siendo mi mejor aliado, por lo que para evitar cualquier tipo de hipótesis ajena, no había dejado de visitar la ciudad cada «sábado milagroso» y de actuar como habitualmente hacía (explicable la ocasión en que tuve que sacrificar esa visita). También tocaba moverse por escenarios más acordes a esa realidad que se había permitido oscurecer lo ya tenebroso: acercarse a los muelles a escudriñar supuso una carga más en mis quehaceres, pero fue también mi máximo aliciente y lo que me mantenía en pie cada día.
Andaba cerca de cumplir los quince años; como un muchacho más en la etapa de inquietud, sin exuberancias ni estridencias, deambulaba por los muelles, un entorno nada familiar para mí. La táctica que empleaba y que me apartaba de toda sospecha de intrusión era sencilla y con resultados del todo convincentes: aparentaba tener curiosidad por lo que me salía al paso, sin más, con una naturalidad aprendida, cuidando que se entendiera mi recién estrenada afición. Paseaba, oteaba el horizonte, me posicionaba en actitud observadora pero inocente. Mi único objetivo: aguardar la lancha que lunes y jueves arribaba con correo, prensa y algún que otro viajero, por si acaso. En ocasiones me dejaba acompañar por algunos chicos conocidos que, sin tener nada concreto que hacer, acostumbraban a campar por la zona. ¡De qué otra manera hubiera podido armonizar mi nueva y necesaria actividad consigo misma, es decir, con eso que daba a conocer a los demás como un quehacer cualquiera! ¡Pero de qué poco valía mi perseverancia, mi prisa, mi empeño, la ficción que hasta allí me había trasportado! El horario de la pequeña nave era incompatible con los huecos de libertad que me permitían las clases del profesor Sarti o de Ulises, por lo que nunca conseguí estar en el muelle con tiempo de ver llegar embarcación alguna.
Una y diez del mediodía: de nuevo en casa. Ya sentados a la mesa, le contaba a Carmit cualquier anécdota que me implicara amablemente en los paseos por el puerto. De esta manera, mi mundo parecía comprensible y acorde con lo que ella hubiera podido llegar a averiguar. ¡Sí, un mundo absurdamente comprensible y congruente! Carmit se deleitaba tanto con mi charla que yo iba improvisando, detallando, justificando, hablando, hablando… Y con esos sencillos testimonios iba elaborando mis coartadas y dando sentido a las extravagancias y necesidades resultantes del destino que me tocaba vivir.
Casi más acuciante que el anhelo de ver aparecer a Aleth era la necesidad de conocer el estado en que pudiera encontrarse en cada instante de la que ya me parecía una eterna ausencia. Precisaba saberla viva y segura para yo también saberme vivo y seguro. ¡Qué menos que poder escuchar algo que disminuyera mi angustia! No hacía ni dos meses que se había marchado, pero desde el primer minuto el desasosiego se había apoderado de mí.
Con la esperanza de que Carmit me diese alguna pista al respecto, ideé lo que a mi parecer sería el plan infalible. Cierto es que no podía preguntar abiertamente, Carmit se habría extrañado de mi repentino e ilógico interés por alguien de quien teníamos prohibido hablar. Lo oportuno era provocar un pensamiento pertinente sin tener que pronunciar el nombre vedado, sin tener que hacer una alusión directa a la persona. Salvo que Carmit no fuese conocedora de la ausencia de Aleth, algo que consideraba imposible, estaba convencido de que el plan daría los esperados resultados.
Un libro que en alguna ocasión había ojeado con curiosidad, sin entonces saber demasiado bien por qué, me serviría de reclamo. El revelador epígrafe grabado en la portada con caracteres dorados, además de una nota manuscrita en su anteportada eran las bondades que el libro, «el elemento salvador», me brindaba. Suficiente, suficiente… Ahora se trataba de tropezar con Carmit en el lugar y momento adecuados.
Mediados de noviembre de 1914. Los sonidos de la casa me anunciaban la conjunción perfecta de espacio y tiempo para la ejecución del plan. Aquel día, a pesar de ser un «sábado milagroso», no había ido a la ciudad. ¿Acaso debía haberlo hecho? Me preocupaba que alguien pudiese echarme en falta allí, pero estaba dispuesto a todo con tal de conseguir información sobre Aleth.
Entré al gabinete tan campante, con los modales y la despreocupación de quien espera no encontrar a nadie en su camino. Pero como estaba previsto y tal como había podido comprobar hacía un rato, Carmit andaba por allí. Parecía absorta en el arreglo de las flores que acababa de recoger del pequeño huerto y que había desparramado sobre la mesa de cristal. La saludé simulando cierta sorpresa (yo ya me había convertido en el comediante que ofrecería su función ante una única e involuntaria espectadora). Respecto al hecho de estar en casa un «sábado milagroso» a esa hora, aduje un convincente pretexto: un demasiado fastidioso dolor de garganta —ahora me parece algo dudoso—. ¡Qué importaba un embuste más: nada hay más razonado y razonable que la búsqueda de la verdad! Ante tal paradoja, me podía conceder el privilegio de mentir y volver a mentir tanto como hiciese falta. Carmit no hizo demasiado caso de mi comentario.
Ansioso por conocer el resultado al que me conduciría el plan, me coloqué frente a la librería, que se levantaba ante mí como un monstruo amenazante. Sabedor de que tendría que dominar los tiempos y no caer en el apresuramiento antes de que «el elemento salvador»apareciese en escena, dejé que mis movimientos surgieran con la sencillez que el momento requería, que se fueran asentando, que no perdieran sus visos de naturalidad, que me fueran conduciendo a ese deseado estado de calma que no poseía. Me había propuesto actuar con coherencia: un paso en falso podría dar al traste con el proyecto. No precipitarse en el tiempo era fundamental.
Las molduras que adornaban el mueble se convirtieron en el motivo con el que poderme hacer el distraído: paseé los dedos por las ensortijadas y delgadas siluetas de madera barnizada, tracé en el aire sus perfiles curvilíneos, raspé con las uñas los bordes más sobresalientes de las que parecían diminutas culebrillas trepadoras. Monotonía, insistencia, prudencia, prudencia, prudencia. Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, siete…, ocho…, nueve… Contaba mentalmente los segundos, me iba dando tiempo a mí mismo. Diez…, once…, doce…, trece… Todo transcurría conforme. Todo iba bien.
Correcta presentación a los libros, que esperaban en silencio mi mirada, fue contemplarlos con despreocupación, como el niño pequeño que no tiene más propósito que dejarse llevar por el instante que lo ata a esa vida de la que todavía no tiene conciencia. Las decenas de volúmenes dispuestos en los anaqueles se erguían expectantes mientras yo ladeaba la cabeza en actitud indolente. Carmit, en tanto, seguía con su tarea floral: igualaba los tallos de las margaritas, quitaba las hojas sobrantes a las rosas y rellenaba los búcaros con esas ramitas delgadas tan difíciles de conseguir y que se convertían siempre en el motivo con el que yo justificaba mis tardanzas. Persistencia, persistencia, persistencia. Catorce…, quince…, dieciséis…
Un grito de sorpresa por un hallazgo extraordinario: la llamada que debía alertar a Carmit. Era el encuentro con «el elemento salvador», que destacaba con su llamativo lomo color púrpura de entre sus hermanos. Me abalancé sobre el libro con el ansia del hambriento ante un trozo de pan. Estaba ávido de respuestas, anhelante, esperanzado en la consecuencias que la representación me reportaría. Miré a mi tía de reojo, como quien está haciendo algo ilícito y piensa que va a ser descubierto en su pecado y reprendido con severidad. Ella continuaba entretenida, haciendo y deshaciendo sus ramos, canturreando. Conseguí reponerme de aquel amago de culpabilidad que empezaba a importunarme. A pesar de no haber alcanzado mi primer objetivo, es decir, llamar la atención de Carmit, agarré el libro con decisión. Ahora actuaba con el descaro del conquistador.
Una vez en mis manos, el libro pareció adquirir unas extraordinarias dimensiones y un peso exagerado. «La desaparición de la dama misteriosa» era el epígrafe revelador que Carmit debía entender y asimilar más allá de su primer y aparente único sentido. Mi pretensión era leer la frase en un tono elevado y de manera concluyente. Al hacerlo, mi voz sonó temblorosa, inaudible, extraña, tan extraña que no fui capaz de reconocerla como propia. Y esas palabras trascendentales, escapadas de mi garganta en un gemido, quedaron suspensas y oscilantes en el blanco cielo de la habitación, rebotando sobre mi cabeza, golpeando en mis oídos, pendientes de inspirar a una Carmit que parecía no haber oído absolutamente nada. La dedicatoria manuscrita en la anteportada del libro, que era otra de las bondades que me ofrecía el «elemento salvador», alcanzaba en aquellos momentos importancia capital:
Viento a favor. Levando anclas. Aleth siempre en mi cuaderno de bitácora. Avante toda máquina. Rumbo al puerto de escala.
Capitán Caleb Jacob Beaufoy
Tanto las cuestiones que nos pasan desapercibidas como las que consideramos insignificantes o aquellas otras que tan siquiera consideramos adquieren valor dependiendo del momento en que se viven o de las circunstancias de las que participan. Di sentido a las palabras manuscritas cuando vinieron a mi memoria de manera repentina y pertinaz, como si se tratara del estribillo de una cancioncilla. Aquellas palabras certeras y viejas me habían conducido hasta «el elemento salvador». Ahora le tocaba a Carmit resucitarlas de entre sus recuerdos.
Abrí el libro haciéndome notar, balanceándome sobre el proscenio desde donde se desarrollaba la representación. Susurré el párrafo firmado por el capitán (evité decir el nombre prohibido) como si nada tuviera que ver conmigo, usurpándole con un estudiado tonillo el valor recién adquirido. Carmit iba de un lado a otro del gabinete sin reparar en mí. ¿Cómo iba a percatarse de una criatura que nada aportaba a su quehacer y que más que otra cosa andaba molestando? Decía no sé qué de las margaritas y que de haberlo sabido no las habría regado tanto. ¡Tanto, tanto, tanto! ¡Qué más me daban a mí sus margaritas! ¡Qué más me daba todo lo que no tuviera que ver con mi propósito! Me sentí tan impotente por la indiferencia que Carmit me mostraba que sacudí el libro en el aire reclamando su atención y dando a entender que precisaba de alguna opinión sobre el extraordinario hallazgo. ¿Hallazgo? Me contuve hasta donde pude para no evidenciar mi rabia. Ella seguía de aquí para allá sin mirarme, sin verme, tan abstraída, tan ensimismada … Dolido por un desinterés que no era tal, arrojé el libro contra el suelo. Carmit dio un respingo al escuchar el golpe. Me miró estupefacta, preguntándome por lo que pasaba con sólo la expresión de su rostro. Por supuesto que mi exagerada reacción la había sorprendido, a pesar de que aquel acto impulsivo bien podía haber sido un accidente. Asustado por mi arrebato, no se me ocurrió mejor manera de recomponer la situación que forzando una sonrisa que, sin duda, se transformó en una grotesca y trágica mueca de desesperación. Desesperación, frustración, impotencia…
¡Qué absurdo imaginar que Carmit me diría alguna cosa sobre Aleth! ¿Quién sabría? ¿Quién conocería? ¿No hubiera sido mejor hablar con el tratante que adquiría sus bordados? ¿Debía haber sonsacado al tendero del colmado? ¿Ricard? ¿Alguien en el puerto estaría al corriente de su regreso? ¿Quién había pronunciado las terribles palabras de su partida? Tiano, el chico sordomudo, era candidato a ser consultado; bien conocida era su devoción por los chismes y su facilidad para leer en los labios, pero también era sabida su total negativa a comunicarse; esto último aniquilaba todas mis esperanzas. ¿De quién echaría mano? Estaba obligado a incitar a cualquiera que fuera proclive a ofrecerme algún dato, pero todo tipo de información debía obtenerla de una manera sutil, evitando referirme a Aleth como tal. Había prometido a Carmit no pronunciar ese nombre ni hacer referencia a esa persona. ¿Pero qué haría entonces? ¿Sería posible que Carmit pasara por alto el pacto de silencio del cual Aleth era origen?
De ninguna manera estaba dispuesto a terminar con mis expectativas y con la coyuntura creada. Ahora urgía encontrar una salida para revertir la situación que yo mismo había provocado con mi ¿rabia? Coloqué el libro sobre un velador próximo a la librería, de forma que Carmit pudiera verlo fácilmente y reconocerlo como algo propio. Presentía que todo iría sobre ruedas y que «el elemento salvador» suscitaría la inspiración deseada. Pero lo que ocurrió a continuación nada tenía que ver con mis expectativas.
¿Qué me estaba ocurriendo? El corazón comenzó a latir descontroladamente, con el mismo ímpetu que ejercería una maza con la que se pretende derribar una gruesa pared de hierro. Tenía náuseas. De mi cuerpo brotaba un sudor ardiente y helador a un tiempo. Una sensación de muerte inminente se había apoderado de mí, alarmándome tanto que aquellos síntomas se iban exacerbando según transcurrían los segundos, los minutos o el tiempo que durara aquel dramático malestar. En mi angustia por sobrevivir intenté alcanzar el diván que tenía a unos pocos pasos. No pude llegar hasta él y caí al suelo en un desfallecimiento lento pero liberador. A pesar de mi estado pude ver cómo Carmit, sin darse cuenta de nada, salía al jardincillo. A su vuelta, según me dijo más tarde, me encontró tendido sobre la alfombra, temblando y lívido como un cadáver. Creo que la locura aparece y desaparece a su antojo.
El doctor Montórfano nos hizo saber que el desmayo era debido a una inflamación gastrointestinal agravada por mi condición de excitable adolescente. Dijo que no apreciaba nada neurológico, que la garganta no se veía afectada y que una taza de té de menta y tomar alimentos suaves sería suficiente para que las molestias digestivas, que yo mismo había declarado, fueran desapareciendo. Cuando el médico finalizó su visita se despidió de mí llamándome «impresionable Simon». Sin saber cuál había sido el exacto motivo de la indisposición había atinado con el calificativo dedicado.
Carmit repetía que lo ocurrido había sido culpa suya, que no debía haberme desatendido, que su descuido era absolutamente reprochable. De alguna manera quiso resarcirme del mal sufrido, así que, a los pocos minutos, «el elemento salvador» estaba conmigo. Carmit me lo había entregado con el máximo cuidado, como si temiera que ese algo que no nos pertenecía a ninguno de los dos pudiera romperse o perderse. El libro, que había perdido su valor inicial, alcanzó una nueva dimensión cuando descubrí que la página en donde estaba escrita la dedicatoria había sido escrupulosamente arrancada. Pero el auténtico hallazgo estaba aún por llegar… Tanto atrevimiento y esfuerzo habían sido en balde.