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Irmina

II El ojo de Dios

Debido a mi corta edad, el mundo me resultaba grande, demasiado grande. Y, paradójicamente, también me parecía escaso, muy escaso. Me resultaba tan escaso como una hora de simple y llana emoción. Aun así, le reconocía al mundo un cierto esplendor. Pero era ese un esplendor que se dejaba velar por lo vulgar e intrascendente, de manera que ni un ápice de tal brillo tenía validez. Diría que el mundo era un abstracto enemigo del que intentaba alejarme y del que quería formar parte. Eso era algo bastante complicado.

Yo flotaba a escasos metros de ese mundo grande, de ese mundo escaso, de ese mundo con un cierto esplendor más que amenazado y vencido. Me deslizaba en vuelo casi rasante sobre las personas, sobre los pensamientos, sobre las palabras, sobre la vida toda y sus circunstancias todas. Sabía que en tanto flotaba, que en tanto me deslizaba en vuelo casi rasante sobre las personas, sobre los pensamientos, sobre las palabras, sobre la vida toda y sus circunstancias todas, un ojo me miraba. Era un ojo azul. Era el ojo de Dios.

¿Por qué sabía que ese ojo era azul? ¿Por qué sabía que ese ojo era de Dios? ¿Por qué sabía que ese ojo me miraba?

Ese ojo era azul, puesto que quedaba camuflado en el cerúleo firmamento, de forma que no era capaz de distinguir lo uno de lo otro ni lo otro de lo uno. Sabía que ese ojo era de Dios porque se encontraba en lo más alto, ¿dónde se hallaría Dios sino en lo más alto? Y sabía que ese ojo me miraba, ¿por qué para qué son los ojos sino para mirar?

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