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Irmina

I

Cada día de mi vida había buscado a Aleth, cada día la había encontrado, si exceptuamos el traidor, patético y largo otoño en que ella se ausentó, y aquellos tres días de invierno de un horrible año en los que la enfermedad y la fiebre me consumían y que supusieron para mí una infinita tortura. Ahora, en enero de 1925, me era negada la posibilidad de saber en dónde y cómo se hallaba la eterna moradora de Vila Separada. Una mínima muestra de su existencia, la pequeña gran condición impuesta en mi vida, hubiese bastado para darme por satisfecho. Pero ya había soportado cuatro días sin que hubiera podido apreciar más que el sonido del húmedo y amenazante viento revolviendo la enramada o el canto de algún petirrojo.

¿A quién pretendo inventar,
a quién en este rincón deshabitado?
Ella se oculta tras las ramas,
tras las flores de agua,
tras las ramas,
tras la ramas de su cueva.
Naturaleza y abandono.
Naturaleza y soledad.
Sólo Fábulo comprende.
La piedra en el desierto.
Soy la piedra en el desierto.

El quinto día de búsqueda, jueves 15 de enero de 1925, desesperado por mi incapacidad para resolver la situación, continuaba escudriñando con la avidez propia del buscador que era. Con la mirada fijada en el amplio blanco, me agitaba en una angustia que no tenía visos de calmarse. Quise encaramarme al enrejado. Iniciaba ya la escalada cuando caí en la cuenta del disparate que estaba a punto de cometer. Mi pretensión era saltar la verja, correr hacia la casa, echar la puerta abajo… No deliraba, simplemente precisaba huir de la ineficacia de la espera. Pero, como tantas veces, mi buen sentido me sujetaba al mundo. Conocía demasiado bien aquel todo indispensable para mí: Vila Separada había sido analizada día a día con toda la pulcritud posible (en aquellos momentos más si cabe). Pero aquel escenario estático había conseguido que mi paciencia flaqueara.

Las contraventanas frontales de la casa, cerradas ahora a cal y canto, habían permanecido así todo aquel tiempo de espera. Habitualmente, esas puertezuelas se veían abiertas; todo lo más, en alguna rara ocasión, aparecieron ligeramente entornadas. El resto de ventanas poco importaba, ni entonces ni nunca, puesto que la parte trasera de la construcción, donde supuestamente se encontraban, era una extensión de la pared del acantilado, que se elevaba unos veinte metros sobre el nivel del mar. Únicamente desde mar adentro podía apreciarse esa fachada, pero entonces ésta se convertía en un abrupto e indescifrable muro invadido por lo abstracto de un ramaje que crecía de manera indiscriminada. En las paredes laterales de la casa se abrían unas estrechas troneras enrejadas que semejaban manchas.

El viento y la lluvia, que ya desde días atrás venían anunciando su llegada, se habían instalado en la islita, negándome toda oportunidad para el encuentro con la verdad. Pensé que desde La Tornesa, la torre del faro, ubicada sobre un promontorio al que sólo se llegaba en un esquife destinado a ello, se podría divisar alguna cosa. ¡Pero eso era inadmisible, porque la torre se encontraba a demasiada distancia de la casa y, en todo caso, porque nunca hubiera podido acceder a su interior! ¡Qué disparate! ¡Cómo podía concebir tales ideas cada vez que urgía encontrar a Aleth! Cuando el sometimiento físico y mental te va minando todo es comprensible.

¡Cuántas veces la lluvia caía malvadamente sobre Pont d´Illa! ¡Cuántas veces contemplaba como único recurso subir a La Tornesa con el fin de disipar mis dudas! ¡Y cuántas veces esperé bajo el chaparrón la evidencia que me liberara de la condena! Volvía a hacerlo: volvía a desesperar bajo la lluvia.

En momentos como ese, las ventanas de la casa se convertían en mi única fuente de información. Esperaba encontrar tras ellas esas débiles señales que me proporcionaban la certificación de vida y con las que contentaba mi demanda de respuestas: una cortina moviéndose, la difusa imagen de Aleth o una luz delatora que llegara hasta mis ojos. ¡Qué fácilmente me dejaba persuadir por esas frágiles pero tranquilizadoras revelaciones! Sin duda, porque solamente a mí atañían. Sin duda, porque sólo yo era capaz de interpretarlas como correspondía.

La escalada al enrejado y la subida a La Tornesa no debieron parecerme suficiente desatino, pues aún consideré la posibilidad de dejarme ayudar por Carmit. ¿Pero qué podría argumentar para que ésta no me tomara por un loco cuánto menos? ¿Y por qué sacarla de su amable existencia y enclaustrarla en un mundo exclusivamente mío? ¿Habría olvidado ella nuestro pacto de silencio? Tenía yo, entonces, veinticinco años. Me consideraba una persona reflexiva, que gustaba de las plácidas costumbres, que mantenía con Carmit una serena relación, que no dudaba en esgrimir la lógica más amable para debatir cualquier posible desacuerdo. Y si esta retahíla de principios pudiera parecer poco convincente a la hora de despejar dudas ante el hecho de sincerarme, añadiré que la retribución que percibía por mis encargos como traductor estaba destinada a incrementar nuestra no muy cuantiosa renta, algo que nos ligaba con proporcionalidad. No tenía sentido, pues, que gimoteara como un niño malcriado y fantasioso. Tampoco podía dejar de considerar el acuerdo al que habíamos llegado hacía tanto. Además, para ensalzar el buen criterio que Carmit pudiera tener sobre mí, no con el propósito de ser elogiado sino de mostrarme comprometido, nunca había dejado de justificar mis tardanzas. Me excusé, también, cada uno de los cinco días de búsqueda, máxime porque mi vida se había desbaratado de una manera tan escandalosa que tenía que recubrirla de un lógico discurrir. A tal fin inventé el más extraordinario de los pretextos, algo que sólo por extravagante parecía cierto. ¡La imaginación llegó a su cumbre!: «El gobernador me requiere en su casa para la traducción de unos informes particulares y altamente comprometedores. Se trata de un favor personal. Ha de parecer todo lo contrario a una prebenda». El folletín adquirió características de folletín: El ruego a Carmit para que no divulgue nada sobre un comprometedor trabajo reside en incidir en el total secretismo.

Debía seguir ocultándome. ¿Acaso no conocía bien a mi querida Carmit? Esconder las tribulaciones, los miedos, los sinos, el cansancio bajo un proceder pulcro y amoroso era lo que correspondía. Nada podía hacer por mostrar mi realidad: Carmit hubiera sucumbido de la manera más dramática. Tenía que continuar con el juego de la conspiración. Y por esa especie de traición premeditada me sentía como un judas merecedor de toda reprobación, aunque en el fondo se trataba de que Carmit no sufriera las consecuencias de la búsqueda diaria y, ahora, de la gran búsqueda. Debía mantener mis mentiras, que no eran sino verdades por ser mis realidades.

¿Qué me apartaba de Carmit sino Aleth? ¿Qué me unía a Carmit sino Aleth? Paradójicas preguntas. Paradójico también que al desaliento que sentía comenzara a hacerle frente una sutil esperanza. ¿Acaso sentimientos opuestos no pueden coexistir? ¿Acaso son incompatibles el desánimo y aquello otro que pretende combatirlo y destruirlo? ¿Acaso la paz no se amanceba con la guerra? En mi cabeza iba tomando forma, grosso modo, un plan buscador. No podía conceder más tiempo al tiempo de espera. Así pues, como el héroe ante la que debería convertirse en una extraordinaria hazaña, me dispuse a pasar a la acción. ¿Pero de qué manera lo haría? ¿Cómo abordaría «la gran búsqueda»?

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