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Irmina

I

Frente a la legitimidad de la intimidad, la legítima intrusión. Frente a la evidente realidad, la más cierta de las realidades. Frente al dramatismo, la dramática e imprescindible resolución.

Viernes, 16 de enero de 1925. «La gran búsqueda» daba comienzo.

Amanecía con la parsimonia de los días del invierno, con la calma que la tormenta proporciona a la Naturaleza. Los campos, anegados por la lluvia, me recibieron con desafecto, con un insípido olor a humedad que acabó de adormecerme más si cabe. Con el paisaje fijado en la memoria, como el invidente que busca esa luz imposible que debe guiarlo, iba palpando el vacío, temeroso de lo que me parecía, a pesar de ser tan frecuentado, un escenario ignorado. En mi casi vano intento por ir desplazándome procuraba protegerme de cualquier encuentro inesperado. En una concesión de la propia Naturaleza, la oscuridad fue dando paso a una débil claridad a la que le costó expandirse y afianzarse, pero que ahuyentó mi aletargamiento. Con los sentidos aún torpes, entumecido dentro de mi propio pensamiento, iba haciendo un repaso mental de la situación.

Marchaba en zigzag: de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, abarcando en cada pequeño trayecto lo que el terreno daba de sí —al menos doscientos metros—, es decir, alcanzando hasta lo que yo había considerado sus límites provisionales: las pedregosas laderas que bajaban al mar por un costado y el estrecho sendero por el otro costado. Evitaba pisar allí donde el fango parecía más abundante. Así, del uno al otro lado de la gran lengua de tierra, entre los matojos y pequeños matorrales que en tantas ocasiones había tenido que esquivar en mis carreras hacia la verdad y que ahora me ayudaban a aislarme del barrizal, llegué hasta Vila Separada, situada en el que podría considerarse casi extremo nornoroeste de la islita. Sabía que nada habría cambiado allí, pero era ese el punto desde el que debía emprender la búsqueda; y era yo quien debía ser testigo de la realidad que aquel entorno pudiera reflejar.

Cinco minutos bastaron para corroborar lo que aparecía en mi cabeza como un recuerdo, quizá como el recuerdo de un mal sueño: los ventanales de la casa continuaban ofreciéndome el testimonio más veraz. Sin querer abandonarme al pensamiento, adelantándome a su tormento, eché a correr. Quería sortear el barro (algo prácticamente imposible), pero no fui capaz de prestar atención a nada y acabé enfangado y prisionero de una tierra que no me permitía escapar, que pretendía atraparme y mermar mis pocas fuerzas. Terminé mi carrera sobre los muros cuarteados y no demasiado elevados que cerraban por detrás las tres pequeñas calas: La Pedravella, La Regina y La Pedranova.

Las calas formaban una arcada a ras de suelo por donde Fábulo se adentraba a voluntad, como un delicado o feroz amante. Ahora, las calas aparecían blanqueadas por una espesa espuma y sumidas en la inestabilidad meteorológica del momento. Yo me iba apostando de corto en corto tramo sobre cualquier punto de la ladera que me quisiera acoger. Falcado en mis pesadas botas, examinaba el paisaje a través del ojo de mi catalejo. Intenté divisar La Coveta, pero la distancia y una revuelta del terreno no lo permitieron, así que decidí dejarlo para más tarde. Las rastreras y espinosas plantas, los ramajes, las enrevesadas raíces que afloraban entre las piedras me ayudaban a no patinar. Apoyado en el paraguas, que un rato antes había llevado colgado de una trabilla y que me había estado incomodando, fui capaz de bajar por donde la pendiente se hacía más liviana. Un pequeño desnivel, continuación del declive que acababa de salvar y que curiosamente iba desde el pie de la ladera hasta la playa, hacía de aquel trozo de costa un lugar extravagante. Pude haberme pegado más a la pendiente primera, la más cercana a Vila Separada, y coger una especie de rudimentaria y complicada escalinata de piedras superpuestas que llegaba hasta La Coveta (algo alejada de las tres calas hermanas y separada de estas por un muro de grandes y oscuras rocas), pero la pasé por alto y continué por aquella zona más abrupta. Llegar hasta La Coveta para después dar marcha atrás y seguir por donde iría ahora era lo más lógico. El hecho de haber tomado esta otra decisión no me preocupaba; de todas las maneras, tenía que deshacer el camino andado. Era mi intención volver a La Coveta.

Fui brincando de piedra en piedra, saltando por aquel siniestro paisaje descendente. Acabé de trotar las piedras y de un bote fui a caer a un descampado completamente anegado. Apuré el paso todo lo que pude con tal de salir de aquel atolladero. Todas las adversidades parecían haberse confabulado contra mí. Luchaba contra mi impotencia, contra el enojo del mar, contra el enojo del viento, contra mi propio enojo. Descargué mi ira lanzando al aire un grito feroz que aumentó la crudeza de la naturaleza circundante, pero que apaciguó mis ánimos. De allí al puerto no había demasiado.

Según me explicó alguien, a quien yo no había hecho demasiado caso en su mometo, las barcas de pesca salían al amanecer y por parejas, pero aquel horrible tiempo que se había acomodado en la islita las obligaba a estar amarradas al muelle, no permitiéndoles salir a faenar. Los calafates, las tejedoras de redes y otros asiduos al lugar, así como los propios pescadores, no habían hecho acto de presencia todavía. Y yo, como un superviviente en un desierto mundo, sostenido por la voluntad del que no puede ni debe desesperar, iba renegando de tanta fatalidad. ¡Pero qué quería encontrar! ¿Podría atenerme a los testimonios que alguien tuviera a bien procurarme? ¿Un relato sobre Aleth? Pero el mundo estaba muerto, solamente Fábulo y yo sobrevivíamos en aquel universo de desolación.

¿A quién pretendo descubrir,
a quién en este rincón deshabitado?
Un escondite la guarda a ella.

A pesar de que la lluvia había cesado, abrí el paraguas y me resguardé bajo su negra cubierta abombada. Llevaba el sombrero calado hasta los ojos. La chalina me envolvía y me terminaba de proteger del frío y de cualquier mirada indiscreta. Pisaba terreno delicado: el edificio de la lonja. No podía permitir que se me viera en tal sitio. Conocía bien cada paso de Carmit, que acudía los jueves por rancho con Margarita, nuestra asistenta. Cualquier imprudencia hubiera derivado en una cuestión inexplicable para ella, que me hacía en la habitación saturado de trabajo. En cualquier caso, camuflado gozaría del beneficio de la duda. Sujeté con fuerza la empuñadura del paraguas, resistiéndome a perder la estabilidad que había encontrado y que el viento traicionero ambicionaba arrebatarme.

Una nubecilla de humo, procedente casi con total seguridad de la fogata que el torrero encendía por la noche para dar aviso a navegantes, se iba deshilachando en torno a mí. Un pensamiento automático desordenó mi tan desordenado estado mental: ¡la ropa podría quedar impregnada del característico y penetrante olor! No quería ni podía divagar y acabé convenciéndome de que el olor se habría evaporado para cuando volviera a la casa. Desterré de mi cabeza toda preocupación ,pero aun así, el humo envolvía mis emociones y pensamientos. Continué. Paso lento…

Me mantenía firme en mi propósito de recorrer la islita. Había sobrevivido a cinco días de completa incertidumbre, había conseguido la máxima capacidad de aguante: conocía mi verdadero y único poder. Podía identificar cada uno de los momentos que estaba viviendo como imprescindible e irrepetible. Convencido de que encontraría a Aleth, mis sentidos se abrían a cualquier revelación que llegara del exterior.

Las casas de los pescadores, construidas con grandes bloques de piedra grisácea, ofrecían a la vista un aspecto deslucido y pobre. El poco riguroso concepto de la construcción con el que parecía haberse levantado cada una de las viviendas hacía de su totalidad un conjunto arquitectónico desfigurado, deforme, incomprensible… ¿Nunca me había parado a contemplarlas? ¡Qué más daba! Las viejas casas, expectantes de esa climatología que las obligaba a permanecer cerradas, se alineaban de manera caprichosa hasta casi tocar el agua. Nada parecía estar ocurriendo en su interior: todo lo que pudiera acontecer adentro era invisible a mis ojos y, por tanto, no comprobable. ¿Aleth? ¿Pero qué podría estar haciendo allí? Quizá alguien viniera a buscarme sin más y entonces yo podría preguntar amablemente, despreocupadamente, sonriente. En todo caso, ¿sabrían?

Fantaseaba como un loco que no encuentra su propia lógica siquiera. ¡Mis estúpidas ideas me asustaban! Cuando las miré por última vez, las casas habían dejado de ser casas; se habían convertido en un pequeño buque varado en mitad del océano. Por simple torpeza y desconocimiento del lugar desatendí cualquier circunstancia sin darme demasiadas explicaciones a mí mismo. Siquiera si la lonja… Pero la había encontrado con las puertas cerradas, y como las viejas casas se había desdibujado en la lejanía hasta convertirse en otro buque naufragado en medio del universo mar.

Mis temores se vieron acrecentados en el fondeadero, en el sursuroeste de la islita. Aquel enclave que debía aproximarme a Aleth por especial, también aparecía despoblado. Dos buques fondeados… No supe qué hacer. Que me rescatara la suerte, que algo llamativo, extraño, maravilloso me saliera al paso era lo que más ansiaba. ¿Algo significativo? ¿A quién preguntar si nadie había? ¿Zarparía alguno de aquellos barcos? Se me ocurrió que podría volver en un rato, por si se hubiera iniciado alguna actividad. Una ilusión más que otra cosa, pero me valía por el momento. Me valía cualquier cosa que me arrastrara a la resolución de mis dudas… «Ay, mi querido muchachito, no dejes que la desesperación te desespere», me decía Carmit. ¡Qué sabría ella, mi pobrecita! Continué con la esperanza del bendito, con el encono del encaprichado, con la ilusión del niño.

Encaramado al espigón, me agarraba como podía a las profundas estrías y a las aristas cortantes de las gigantescas y resbaladizas piedras que lo conformaban. Caminaba medio agazapado entre los despiadados tajos, introduciendo la punta de metal del paraguas —el pico de un ave que busca su alimento— en los huecos que las piedras dejaban al acoplarse unas con otras. Hurgaba queriendo encontrar algo que me llevara a Aleth. ¿Algo? ¿Qué? ¿Podía estar ella allí? ¿Qué pretendía yo? ¿Dónde estaba Aleth? ¿Qué andaba buscando? Quise avistar la parte de costa demarcada por el rompeolas, pero llovía de nuevo. Llovía… La lluvia caía tan enérgicamente que acabé como un trapo recién lavado. Abrí el paraguas, que había estado desplegando y cerrando a antojo. Me senté en cualquier sitio. Saqué un par de confites del bolsillo y me los llevé a la boca. Era necesario que me diera un respiro: sabía que aquellas no eran las condiciones más adecuadas para continuar. Decidí volver a casa antes de la hora prevista: imprescindible que me despojara de aquellas ropas que pesaban casi tanto como el no saber de Aleth. La cordura y el denuedo debían primar ante la imprudencia y la irresolución. ¿Pero qué hora era? Había tiempo… Caminaba y analizaba, caminaba y analizaba.

Duermen las alas de nieve.
Y se deshacen a placer en su sueño.

Con el sigilo de un ladrón, sin atreverme a respirar apenas, sosteniendo mis músculos en un obligado rictus, temeroso de que Carmit pudiera sorprenderme, entré en la casa. Un pretexto banal, un pretexto absurdo, el más tonto de los pretextos hubiera sido la más creíble justificación. Una visita al excusado (en el patio) podía haberse considerado algo comprensible. «¿Ropa de calle?», se preguntaría Carmit. Pero no fue necesario discurso alguno: un collage de fieltro que colgaba de la puerta del dormitorio mostraba con sus explícitos colores y formas que Carmit descansaba (seguramente sufría una de sus jaquecas), por lo que disponía de cierta libertad de movimientos. Por supuesto que ella podía pillarme in fraganti, pero debía estar tranquilo y no perder los estribos. Confiaba…, tantas veces había sido así. Por Margarita no tenía que preocuparme…

La inesperada luz de un relámpago y el estallido que le sucedió me sobresaltaron. Me apresuré en quitarme la ropa mojada y las botas. Cogí lo primero que encontré en el armario ropero y escondí las prendas sucias en sitio seguro. Limpié las marcas de agua y barro que había ido dejando a mi paso. Todo parecía estar bajo control. El collage seguía mostrando la misma cara que cuando llegué. ¿Anverso? ¿Reverso? Una cosa y su contraria son siempre igual de significativas. Había tenido suerte.

No regresé al fondeadero. La decisión de volver a la casa antes de lo previsto había trastocado mis planes. No importaba, pues conseguí acomodarme a un tiempo que no doy por perdido sino por levemente transformado. La ciudad, lugar en donde florecieron los mejores momentos de «mi auténtica nueva vida», se convertiría en mi siguiente propósito. Ahora, reconfortado y limpio, podía permitirme el lujo de pasear sin demasiado temor. No quería ocultarme de una manera exagerada y tampoco podía andarme con remilgos. Así hice: medio rostro cubierto por una gorra de paño que muy pocas veces usaba, alzado el grueso cuello de un gabán ya olvidado, algo encogido el cuerpo al caminar. Mi físico era fácilmente reconocible. «¡Pero que me han confundido con a saber quién!», podría decir a Carmit.

Debía recorrer las estrechas y tortuosas callejuelas sabiendo que mil enclaves misteriosos, desautorizados o no accesibles quedarían por tocar. Mi pretensión era que esas mismas calles me permitieran descubrir cualquier situación excepcional. Consideraba poco probable que Aleth estuviera en la ciudad. ¿Pero acaso no la había imaginado en alguna de las casas de los pescadores? ¿Acaso no era todo extraordinario aquellos días, tanto que hasta lo incongruente o excepcional debía considerarse válido? ¿Acaso no me sería útil cualquier señal por débil o desacertada que me pudiera parecer? Todo escenario es posible, considerando que no somos los constructores de nuestras vidas y muy poco de nuestros pensamientos. ¡Qué podía hacer yo sino imaginar, conjeturar, sospechar! Había contemplado la posibilidad de que Aleth se hubiera visto forzada a salir de Vila Separada o de que hubiera enfermado. En este último caso, sólo un lugar podía haberla acogido: el Sanatorio Provincial de Santa Inés, que dirigía el doctor Montórfano. Pero Carmit mantenía una relación de amistad con el doctor, así que deseché la idea de hablar con él y dejé la cuestión en suspenso, a la espera de dilucidar cómo acometerla con garantías. ¿Me había precipitado? ¿Me había dejado llevar por el nerviosismo? ¿Debía haber esperado al día siguiente para «la gran búsqueda»? En cualquier caso, no sería un «sábado milagroso».

Si busqué a Ricard en un momento no propicio fue por mi falta de solvencia. Un largo madero atravesaba de extremo a extremo las puertas de la cochera en donde habitualmente se encerraba la vieja calesa. Me decidí por una espera relajada, cauta, disimulada; aunque por las trazas del entorno ya veía que bien poco o nada conseguiría. Permanecí un rato por los alrededores, rogando no ver a quien pudiera descubrirme y delatarme, intentando que las ideas que caían en cascada por mi mente no perturbaran demasiado mi espera. Pensé en Tiano, que asistía al párroco en los oficios religiosos. ¿Pero por qué Tiano? Porque mi agotada cabeza imaginaba una visita suya a Vila Separada tras la supuesta celebración de la misa. Pero la imaginación sin referencias de las que nutrirse de poco sirve. Me encontraba a muy pocos metros de la iglesia y la sola idea de encontrar a Tiano me hizo llegar hasta allí.

Dos bellos ángeles de piedra, acomodados en sendas hornacinas, custodiaban el portón del sagrado edificio. El postigo entornado invitaba a entrar. Empujé con mucho cuidado la pesada portezuela. Una vez adentro levanté la mirada atraído por las vidrieras que rodeaban la cúpula y que dejaban que lo gris del día se convirtiera en finísimo polvo de plata. Al fondo, el dorado oscuro, el oscuro, viejo y deslucido dorado…

La luz en calma, el aroma a incienso y el profundísimo silencio inundaban aquel espacio de misticismo. Sólo mi presencia se oponía a tal naturaleza. Quizá no fue sino por procurarme una respuesta que me permití, por unos segundos, alejarme del motivo que me había llevado hasta allí. ¡Inadmisible! Ya antes había desviado mi atención del objetivo, ya me había dejado llevar por algún embeleso o por alguna particularidad ajena a mi cometido, ya había conectado con algún recuerdo improductivo… ¿Es que la mente necesita ausentarse para sobrevivir en situaciones extremas? No podía ni debía consentirme el no estar atento de principio a fin a «la gran búsqueda», así que concentré mis capacidades buscadoras apartando de mi mente todo aquello que, sin duda, la estaba protegiendo. Paseé la mirada por las filas de bancos dispuestos para los fieles. Una mujer parecía orar. Estaba arrodillada en el reclinatorio, la cabeza gacha. Me senté justo detrás de ella. Yo pedía —lo hacía a mi manera— un milagro que me condujera a Aleth.

Esperaba ese milagro en el que no creía cuando una veraz y fugaz imagen me heló la sangre. Quedé inmóvil, como si la cera derretida de millones de velas hubiera solidificado sobre mi cuerpo y me impidiera cualquier movimiento. ¡Aleth había cruzado por mi izquierda y había rozado levemente la manga de mi gabán! Por décimas de segundo sostuve esta certidumbre. ¿Veraz presencia? ¡No! La anciana mujer, que pasaba las cuentas de un rosario por sus arrugadas manos, me daba una muestra equivocada de realidad. La mujer desapareció como mi creencia y mi ilusión. Hacemos servir nuestros recursos, pero el «no consciente» nos traiciona.

Hubiera permanecido en aquel banco frío y duro, postrado a los pies de la misericordia, aguardando que el entorno me advirtiera de la realidad del presente. Si a oídos de Carmit hubiera llegado, en confesión ajena, la revelación de mi complot, no tendría posibilidades siquiera de volver a mentir, aún menos con tanta facilidad. ¿Cómo hubiera explicado un escenario tal que hasta a mí me estaba resultando inexplicable?

Aún agitado y tembloroso, esperando dejar atrás el recuerdo de mi confusión, había abandonado la iglesia. Y había continuado arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo… Como Sísifo empujando una pesada piedra, no podía permitirme más que un ir y venir sin destino, un ir y venir mientras intentaba revisar mentalmente lo ya hecho y aquello otro que aún estaba por hacer. Y así, lentamente, trabajosamente, esperando una señal que pusiera fin a la pesadilla pateé la calle principal y aquellas otras calles a las que fui a parar sin proponérmelo, El sol, en tanto, pretendía abrirse paso por entre las oscuras y gruesas nubes de acero.

Al cabo, ese sol, con su tibieza acogedora, placentera, cómoda para mi cometido, se había convertido en mi único aliado… Los aliados son siempre bienvenidos. Ahora, qué menos que alegrarse por esa presencia diría que divina. Las once y media de la mañana no era muy mala hora.

Desde la puerta de Sant Joan, abierta en el lateral sur de la muralla, dirección sudsudeste y como término forzoso el litoral, puede decirse que daba comienzo el terreno, como denominábamos en la islita la zona agrícola. Relativamente fácil fue examinar aquel espacio tan perfectamente dispuesto y bien definido. Las pequeñas parcelas que lo conformaban eran diferentes las unas de las otras, pero todas guardaban entre sí una especie de equilibrio tanto artístico como técnico. Algún apero de labranza había excavado la tierra y había creado los no muy profundos surcos que correrían en paralelo a los caballones resultantes. Así, cada zanja y su elevación se permitían partir también en paralelo hasta el final de la parcela. Cada una de las parcelas había seguido ese calculado criterio.

Pura estrategia fue no adentrarme en los distintos sembrados, sobre todo porque mis huellas habrían quedado estampadas en la tierra como sellos de lacre. Simplemente, los bordeaba desde sus orillas empedradas, que, sin ser demasiado consistentes, me permitían un mayor control del tiempo y de mis propios movimientos. Con la mirada profunda de mi catalejo podía ver las matas más altas o los grandes cogollos de algunos vegetales a los que no podía poner ni nombre, incluso las verdes briznas o las pequeñas hojuelas eran apreciables. ¡Qué poco me importó nunca lo que veía ahora como una pequeña obra de ingeniería! ¿Pero qué sentido tenía estar allí? ¿Qué sentido tenía mirar cada lomo de tierra o cada planta o cada fruto? Me sorprendía de estos interrogantes que revoloteaban por mi cabeza como perdidas aves bajo la tormenta.

Desde la parte más alta del terreno bajaban casi hasta el mar los bancales: franjas de tierra cultivadas en pendiente. Por cada faja de sembrado, una posibilidad menos de encontrar a Aleth, o una posibilidad más. No, no podía dejar de considerar los distintos lugares por absurdos que pudieran parecer. Y este no era sino uno más de entre todos los sitios proclives a ser visitados. Ya nada más podía hacer allí. La propia vida es absurda e incomprensiblemente sorpresiva.

La superficie irregular en que se había convertido el terreno, según me había ido desviando hacia el este, se transformaba de repente en una amplia y limpia planicie en donde se sujetaban las casas de labor: las granjas. Tanta vida para que, como si de una concesión del destino se tratara, se me permitiese ahora contemplar desde mi ángulo interior cada rincón supuestamente ignorado. Y es que en los albores de «mi nueva vida» había ido desechando la mayor parte de imágenes, de recuerdos, de experiencias, como si poca o ninguna importancia tuvieran, como si no tuvieran que formar parte de ¿mi vida?

El aljibe adosado a cada una de las casas, los amplios corrales para las aves, los establos para el ganado, la caballeriza, todo aquello con lo que iba tropezando me reconciliaba con la memoria ausente… Pero desde ese otro ángulo obtuso, adverso, escéptico de la realidad del momento, lo que se mostraba no ofrecía sino un testimonio general y sin demasiada concreción. Pensé, sin venir a cuento de nada, que bien poco necesitábamos en la islita para sobrevivir. Margarita llegaba hasta allí dos veces por semana a recoger la leche y los huevos para la casa. ¡Qué conveniente y hermosa ocupación la suya! ¡Qué fortuna poder jugar con la libertad que una sencilla vida proporciona! En cambio yo, perdido en aquel anodino lugar, sin tener demasiado claro qué hacer, imaginaba de qué manera sacar algún provecho. Podía brindarme para ir a buscar un poco de queso algo más tarde. ¿Una imprudencia comentarle a Carmit una idea tal? A ella no le parecería mal, máxime porque me estaría imaginando embotado en mi habitación y deseoso de un paseo que me apartara del engorroso encargo del gobernador.

Por lo pronto, tenía que dejar los huertos, las casas, las granjas, los recuerdos que habían aparecido en mi cabeza por deferencia del destino… El vértice del ángulo interior era sólo un punto de vista a tener en cuenta. Ya volvería por la tarde si acaso. Ya volvería, ya volvería… Ahora no era el momento, la sensatez seguía guiando mis pasos. El olivar, que se abría seco y pedregoso hacia la almazara (en desuso), parecía haber soportado la lluvia sin demasiados estragos.

La comida transcurrió con esa comprometida normalidad que siempre nos acompañaba: un privilegio en esta ocasión. Carmit preguntó por mi anticipado desayuno —habíamos hablado de ello la noche anterior—. Quedó claro que tomaría algo bien tempranito y que me llevaría un tentempié a la habitación, así no tendría que perder tiempo en lo que llamé cuestiones secundarias. Nada más fácil que seguir los preceptos de la lógica con toda la sencillez posible (en este caso, con toda la veracidad). Había pasado la primera prueba con éxito, pero la siguiente cuestión decidí eludirla, ya que podía delatarme con un error de cálculo, y es que Carmit se interesó por aquello que me había tenido enclaustrado toda la mañana. A mí no me parecía prudente tratar un tema tan vacío de contenido, por lo que pensé que la mejor manera de desviar su atención era recurrir a aquello que tenía más a mano. Cogí una rebanada de pan de la panera y me transformé rápidamente en un opinante culinario interesado en las masas no demasiado elevadas y bien cocidas. Carmit descubrió mi faceta de hornero: nada más lamentable y bochornoso. Posiblemente, quedé más en evidencia que si hubiera satisfecho sus preguntas. No sentía apetito, pero me empeñé en tragar alguna cosa. No interesaba desentonar después de aquel pequeño resbalón.

Esencial era seguir la rutina, no descuidar esos hábitos que tanto nos reconfortaban a ambos y sin los cuales no hubiera podido mantenerme a flote. Ahora, más que nunca, debía aferrarme a esas queridas prácticas conservadas por necesidad. Tras la comida fingí hacer una pequeña siesta. Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco… Relajarme, abandonarme a la cotidianeidad, dejarme llevar por la normalidad, que un leve espacio de tiempo recorriera mi ser era lo que necesitaba. Seis…, siete…, ocho…, nueve…, diez… ¿Dormité unos segundos? Había apreciado la belleza de los ángeles de piedra, había rezado, me había interesado por las barcas, por las casas de los pescadores, por los frutos desconocidos, por todo lo que había ido encontrando a mi paso. Algunas de aquellas cosas eran nuevas para mí, otras se habían ido renovando en mi memoria. Busqué el reloj por entre las sombras y pliegues que mi cuerpo había creado al acomodarse en el sillón. Podía sentir los segundos, uno tras otro, uno tras otro, como martillazos en mis sienes. Dije a Carmit que necesitaba tomar un poco de aire. Ella me había mirado complaciente y había continuado enfrascada en su lectura.

El doctor Montórfano, ¿Ricard?, las granjas… No dejar nada al azar no significa tener que hacer una honda reflexión de lo que está por acontecer. Una cierta espontaneidad es, en muchas ocasiones, tan favorable como pueda serlo cualquier preparadísimo guion. Iría al sanatorio y hablaría con el doctor: «Esto, doctor, sin que ella tenga que saberlo. Padece tanto con sus jaquecas». ¡No era una patraña! ¡Era perfecto! ¡Y era la verdad! Ya en ese contexto clínico tantearía al doctor. ¿Pero me reconocería éste como intermediario? Dudaba. Aun así, mi actitud era entendible.

Tropecé con uno de los tres escalones que conducían a la puerta de entrada al sanatorio. Un momento antes de aquel pequeño incidente, había traspasado el alto portón de hierro y había cruzado el jardín de limoneros. ¿Pero qué me llevó hasta allí? Sí, sí, Aleth, Aleth… ¿Pero qué pensamiento la creyó enferma o en peligro? ¡La vida nos planta cara y nos deja en cueros ante la fatalidad y la enfermedad! Como frágiles seres que somos estamos expuestos al declive y al infortunio. Ahora, el terrible pensamiento acerca del estado de Aleth se exacerbaba. Afortunadamente, la respuesta esperaba tras la puerta. La comprobación es una de las más dificultosas tareas a la que nos pueden conducir nuestros miedos, pero es estrictamente necesaria si no queremos caer en el error de nuestras propias vacilaciones.

Me permití tirar de la campanilla: un sonido ridículo y extraño. La plaquita metálica pegada a la puerta rezaba: «Sanatorio Provincial Santa Inés». Tratando de imaginar la escena que se desarrollaría a continuación, mis ojos se habían cerrado en pro de lo quimérico. Escuché abrirse la puerta: se abrieron también mis ojos y despertó mi mente a la verdad. Una mujer vestida de blanco de arriba abajo me invitó a pasar al interior. El olor a alcanfor y vinagre, que parecía salir de cada uno de los rincones del recinto y que se esparcía por todas partes como una invisible niebla soporífera y estimulante a un tiempo, estuvo muy cerca de provocarme un desvanecimiento; pero logré recomponerme sin mostrar el más mínimo signo. «El doctor no acostumbra a estar a estas horas. No regresará hasta mañana temprano», dijo la enfermera. Yo acababa de preguntar por el doctor Montórfano con esa naturalidad aprendida a la fuerza (clara virtud de mi situación personal). Mañana sería demasiado tarde. ¿Qué hacer? «Sí, sí, ya lo veré en otro momento. No le diga, por favor, que han preguntado por él», respondí yo inspirado por la necesidad y la angustia. La realidad nos compromete con su trascendencia, pero nos convierte en comediantes enmascarados, en seres histriónicos, en vulgares embusteros. ¡Qué indecente, falsa, aparente vida! Alterado por la impotencia que la respuesta de la empleada había propiciado abandoné el recinto. Y lo hice con la certidumbre de que nunca volvería. ¿Por qué no saqué más provecho de tan afable presencia?

¡Pero qué sitio era aquel en el que nunca imaginé estar! ¿Y quién era quién de entre aquellos seres que asomaban sus cabezas temblorosas por las ventanas? Nadie me supo responder con su patética presencia. ¿Quiénes eran? ¿Quiénes? ¿Tenían nombre? ¿Acaso reconocería el rostro de Aleth entre esos rostros anónimos? ¿Acaso, como tantas veces, una muestra de un vestido, un ligero movimiento de cabeza o el vuelo de unas manos satisfaría mis demandas y calmaría la ya interminable inquietud? Pero nadie, nadie… ¿Adónde mirar? ¿Por dónde discurrir ahora? Un hombre abotargado y carrasposo, embutido en una gran bata de cuadros, paseaba entre los setos su soledad inmensa, . Pero nadie, nadie más que me llenara el corazón, al menos, de una momentánea ilusión. Solamente yo ante la perspectiva de mi destino incierto. Atravesé el jardín de limoneros tan indefenso como aquel pobre enfermo.

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