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Irmina

I

Escondida en su jardín, Aleth bordaba delicados pañuelos de seda que más tarde vendía en la ciudad. Yo la observaba a través del enrejado que separaba su casa, Vila Separada, del camino; para ello, fingía que cazaba algún insecto, que me interesaba por alguna cuestión botánica o que jugueteaba con los barrotes de la verja. De cualquier manera, disimulaba mi inevitable comportamiento. Con el paso de los años hubo que guardar las apariencias más si cabe y actuar con la máxima pulcritud.

Pese a que resultaba difícil distinguirla en el cenador que le servía de cobijo, una muestra del vestido, un ligero movimiento de cabeza o el vuelo de sus manos me hacían saber que ella estaba allí, tras el emparrado. Fijaba entonces su leve presencia en mi retina, para no tener duda de que realmente la había visto. Si por algún motivo recelaba, reiniciaba la busca y analizaba minuciosamente cada detalle de esa visión hasta quedar absolutamente convencido. Y cada día este proceder se repetía.

No siempre la climatología permitía un escenario tan controlable. Cuando el mal tiempo hacía acto de presencia, la búsqueda se complicaba: Aleth escapaba de la pequeña pérgola de plantas trepadoras. Tenía entonces que esmerarme en dar con una prueba de su existencia en la propia casa: una cortina al correrse o descorrerse, su difusa imagen tras los ventanales, la luz de una lámpara encendiéndose o apagándose, una momentánea y fantasmal aparición. Esas eran las únicas y débiles señales que podía conseguir y con las que tenía que satisfacer mi demanda de respuestas. Para no llegar a esa situación, experimentaba el encuentro haciendo salidas a deshora. Las carreras a contrarreloj y las excusas con las que conseguía esquivar algunas obligaciones me perturbaban, pero formaban parte de mi vida.

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