Gracias a la luz que del exterior le llegaba, el modesto y minúsculo agujero se volvía tan brillante como una estrella.
Mi estrella era un simple y diminuto agujero en la persiana de mi habitación. Cuando el ferroso gris de la noche ondeaba sobre mí y sobre mi entorno, buscaba el agujero con el anhelo de una niña incrédula y temerosa. Y si Morfeo pretendía arrastrarme tras de él, apremiándome a cerrar los ojos para dejar a la vida transformarse en sueño, me soltaba de su mano con violencia: era nuestro desafío.
No encontrar el simple y diminuto agujero me hacía creer que había perdido la visión, pues la noche ondeaba sobre mí y sobre mi entorno con una fuerza tan opaca que sólo el ferroso gris dominaba. ¡Sí!, buscaba y buscaba el boquetito con anhelo y temor. Buscaba y buscaba mi estrella resplandeciente para comprobar que seguía viendo, que no me había quedado ciega.
Allí estaba: perpetua, sincera, salvadora en el alto cosmos de una persiana de madera. Mi estrella me orientaba en la noche de hierro. Mi estrella daba respuesta a mi angustia. Mi estrella era un simple y minúsculo agujero por donde, poco a poco, se iba colando mi infancia.
¿Será que vuela el lobo
y aúlla el gavilán?