Mi admirada M:
He comprendido, al fin, que esa luz guiadora de la que me hablas en tus breves pero hermosas e instructivas misivas no ha de nacer sino del momento espiritual más lúcido y sereno. A ti debo la búsqueda de esas virtudes, quizá no celestiales pero virtudes, que tú ya posees y que a mí tanto se me resisten: lucidez y serenidad.
Sé de tus elucubraciones sobre qué será más apropiado o más propicio para el ya cercano y final futuro, ese futuro tuyo y mío que nos condicionará tanto que no tendrá ni recorrido en nuestras vidas, sino que se impondrá con su repentino y fatal impacto. No hagamos planes.
Cuando me hablas en tus cartas telefónicas de eso que está por venir, de un futuro que yo veo como un final inevitable, que lo es, lo haces con la alegría que supiste encontrar, a buen seguro, bajo las duras piedras de la dura vida. Entonces, en ese momento de absoluta lucidez, me nombras, dices mi nombre en diminutivo y le añades un «preciosa», o bien me saludas con un «mon ami écrivain» y continúas con tu charla entre filosófica y caprichosa…
Pienso que viniste al mundo provista de determinación y optimismo, privilegios (¿o son también virtudes?) de los que yo carezco.
He de decirte algo que sabes, algo que me he demostrado a mí misma muchas veces: que también poseo un cierto optimismo, pero que vive hundido o flotante en el más profundo pesimismo. La ambivalencia no deja de ser un retazo de mi carácter.
He perdido esas palabras que has tenido a bien ir escribiéndome y enviándome, esas palabras enlazadas de manera tal que eran —son— innegables párrafos literarios, esas palabras tan llenas de sabiduría y coherencia que las he leído y releído hasta tres y cuatro veces. ¡Qué pena siento por ello, por haberlas perdido, ya que tantísimo bien me han hecho! Quizá tú las conserves todavía. En todo caso, no creo que debas mandármelas de nuevo. Tranquila, las repondré en mi mente (en mi alma ya están impresas). En ellas pienso (y en tus admirados Nietzsche y Hesse). Mis ilusiones son senderos por donde no se puede transitar cómodamente.
Porque te había hablado de mis dolores de cabeza y, como últimamente venía haciendo, de mi aflicción y pesimismo, esta fue tu respuesta:
«La cabecita la tenemos muy barroca, llena de pesados muebles que vamos cambiando de sitio. A veces, nos faltan las fuerzas y los arrastramos. Por eso, nos duelen la cabeza y el alma». Ay, el alma…
Has sabido desde siempre en qué consiste la vida. Sí, ya lo sabías cuando llegaste a este mundo. Pero yo he necesitado tantos años como tengo para descubrirlo.
Recibe mil besos llenos de luz y cariño.