Y yo persisto pese a todo…
Y pese a todo, oscuras sombras
—en la tarde en que te escribo—
vienen como cuervos a buscarme.
Sólo el cadáver ardiente de una rosa
puede entender mi sentimiento.
Ya no hay salvación posible:
no hay más escalones que bajar.
Raven. Raven.
Estos cuervos no perdonan.
Figúrate, amor mío, cómo vivo:
a duras penas me sujeto.
No te aturdas, pues lo sabes,
lo sabías, lo habíamos previsto:
cuando la sangre deje de brotar
seré solamente sombra, sueño.
De las aguas del Leteo beberé.
Mi nombre quedará sobre la piedra.
Un certero dardo ha de matarme.
Seré tan bella entonces…
Mas no quiero morir, no quiero.
Ven, únete a mi desdicha.
No me permitas otra vida,
apuesta por mí,
no midas el tiempo que me queda.
Llévame lejos.
¿Tan de extrañar es tanto deseo?
Hasta que pueda verte,
dafodelo llamaré al narciso.
Los cirios humean cerca.
Mil cuervos vuelan sobre el pecho,
pero el pecho está vaciado,
hueco como un cuévano infinito.
¿Qué criaturas son estas que me velan?
Despiértame, despiértame, te ruego.
Apaga los pábilos candentes,
acalla el plañir de los mortales,
silencia el duro sonar del bronce.
Haz una guirnalda de lirios y azucenas
y adorna mi cabello.
Suelta la pretina de mi vestido.
Llévame lejos.
Raven. Raven.
Un certero dardo al corazón:
el susto de vivir ha terminado.
Yo te escribía una carta aquella tarde.
En ella te decía:
«Besa mi frente,
allí donde se esconden el pesar y la risa,
allí donde ha roto el pensamiento
toda su fuerza y hermosura.
Aplaca mi miedo, pues temo morir.
¡Qué vértigo estar enmudecida,
no saber de ti: no saber!
El véspero más largo me espera,
a mí: vestida de penumbra toda,
toda greda, toda ausencia, toda noche.
Las sombras nunca languidecen.
Raven. Raven.
Mira mis manos,
que no han de rozar, amor,
sino el concavarse del tiempo.
O tan siquiera eso, tan siquiera».
¿Cómo al corazón se le arranca,
se le lleva el ardiente de su carne?
Divina fiera: para callar ha venido.
Monstruoso milagro el de la muerte.
Ay, regrésame de la eterna ausencia.
Regrésame…
Como Alceste, a la vida he de volver.
Hasta que pueda verte,
dafodelo llamaré al narciso.
Yo te escribía largamente
la tarde en que los cuervos eran sombras.
Te escribía a pesar de mis heridas.
Maldita luz que se apagaba…
A ciegas volaban las negras alas.
Raven. Raven.
Un blao de metal brillaba a veces
en el corvo baile de plumas.
En mi carta te decía:
«Dame del sagrado nepente:
quiero curar todo este daño.
Pero no dejes que olvide, amor,
que yo era mujer un día.
Ahora fantasma soy acaso».
Raven. Raven.
Había arrastrado las letras
hasta doblarlas como alambres.
Y mi sien se había dormido
sobre el papel emborronado.
Yo te escribía sin descanso.
Te escribía:
«Cómo no apurar el tiempo, dime.
Dime cómo tenerme entre los vivos,
no ausentarme, quedarme contigo».
Oh, deja que esas voces casi humanas
que alegremente cantan mi caída, callen.
Hasta que pueda verte,
dafodelo llamaré al narciso.