Te sigue el cortejo. Sollozos…
Tú ríes. Una espesa y blanca nube
de claveles sobre ti reposa.
Aunque están ciegos tus ojos
todo lo contemplas. Me buscas
entre el bruno desorden del gentío
que ensombrece la mañana.
El mundo es confuso y ceniciento,
pero cuanto menos queda
la luz de lo que fuiste: el brillar intenso
de tu sorprendente pensamiento.
Con solemnidad te llevan,
ahora que nada necesitas,
ahora que ya ningún dolor
o pesar dañarte puede,
ahora que eres más alguien que cualquiera.
Apuntan al infinito los cipreses:
veinte lanzas el firmamento hieren
esperando que derrame su divina
sangre transparente. Llueve… Llueve…
Tu nombre de mi boca escapa
y aunque en un suspiro se convierte,
sé —porque te siento— que me sientes.
Te va apartando la tierra de mi lado.
Caen, uno a uno, mil claveles
a acompañar tu alma paseante.
Y bromeas: «Quiero, entretanto,
una cabezadita en tus brazos».