¡Qué sé yo qué habré de decir o hacer cuando con voz tosca y tabernaria se dirija a mí el Penitente! Sí, el rostro encendido, los ojos extraviados en un mirar nervioso, los labios en una persistente mueca que le hará parecer tan alterado que sentiré miedo de él. Sobre el mármol veteado sus manos se agitarán con burdos ademanes, puede que en un exagerado afán por confiarme sus cuitas.
¿Qué mejor lugar para expiar los pecados que la aparentemente fría barra de un bar? ¿Dónde podría enmendarse uno sino en una atmósfera teatral y real al mismo tiempo?
De tanto en tanto, el Penitente se ajustará las gruesas gafas con el dedo corazón de su mano izquierda. En ellas veré el argentado y mágico reflejo de las lámparas colgantes y el mío propio. El Penitente tomará una copa tras otra, y hablará y hablará de su repugnante vida. Sus aspavientos no dejarán de inquietarme. Sentado en el alto taburete que hace de reclinatorio, me revelará de forma grotesca sus excesos, sus tentaciones y esas culpas obligatorias que hacen de la condición humana la mayor contradicción. ¿Qué contestaré a sus palabras? Esperaré esa frase precisa y comprensible que me permita decir: «¡Ha hecho usted muy bien! ¡Sí señor!»
Sin atreverme a darle la espalda o desoírlo por si pudiera molestarse, veré como desliza nerviosamente sus dedos por la barra. Sobre ella dibujará, con símbolos, cada nueva idea que le venga a la cabeza. Estaremos solos, frente a frente, en ese espacio infinito y sin distancias donde él intentará reconciliarse consigo mismo. Para ello buscará mi intercesión; por tanto, estaré alerta. O quizá deba no prestar demasiada atención, de manera que sus palabras no hagan mella en mí. La péndola medirá los minutos del sagrado sacramento de la confesión.
¿Cómo no pensar que ese hombre que se está acercando ahora, en este instante, con lento caminar, no sea el temido y esperado Penitente? Su semblante es agradable y con cierto atractivo, a pesar de la aparentemente avanzada edad. Parece simpático. Me da las buenas noches. Creo que, poco a poco, irá tomando confianza. Pronto empezará a agobiarme con impresionantes testimonios. Sus ansias de ser escuchado, atendido y entendido serán extremas.
Ahora, he de servirle la copa que tan amablemente me ha pedido. ¿Será capaz de estar meciéndose en la banqueta como si fuera un niño en un balancín? ¿Cuándo comenzará la declaración? Tengo que limpiar la máquina del café; pero no debo perderlo de vista, por si se incomoda al ver que no estoy atento a sus demandas espirituales. No parece que le preocupe nada, la verdad. ¿Por qué sonríe y se arregla el nudo de la corbata? ¿Y si se está preparando para su arenga? ¡Y qué despacito bebe.! En cualquier momento comenzará su relato. ¡Vaya!, ahora se pone a leer el periódico; claro, para poder hacer algún comentario y entablar conversación más fácilmente. He de preguntarle que qué le ocurre, si su vida marcha bien, si desea decirme algo; así le daré pie a que confiese. Bueno, no… No tardará en hablar e ir intimando hasta hacerme partícipe de sus pecados.
No me contesta. ¡Claro!, lo he sorprendido con mis precavidos silencios. ¿Por qué me mira así? Parece que le caigo bien. He de sincerarme con él. Debo ayudarle a desinhibirse. A ver cómo le digo que es mi primer día de trabajo y que estoy aquí para poder pagar mis deudas de juego. ¿Me comprenderá cuando le revele que engañé y robé a mis amigos para pagar esas deudas? ¿Qué pensará cuando sepa que he mentido vilmente para conseguir este trabajo tras la barra?