Confesión

Fragmento

¡Qué sé yo qué habré de decir o hacer cuando con voz tosca y tabernaria se dirija a mí el Penitente! Sí, el rostro encendido, los ojos extraviados en un mirar nervioso, los labios en una persistente mueca que le hará parecer tan alterado que sentiré miedo de él. Sobre el mármol veteado sus manos se agitarán con burdos ademanes, puede que en un exagerado afán por confiarme sus cuitas.

¿Qué mejor lugar para expiar los pecados que la aparentemente fría barra de un bar? ¿Dónde podría enmendarse uno sino en una atmósfera teatral y real al mismo tiempo?

De tanto en tanto, el Penitente se ajustará las gruesas gafas con el dedo corazón de su mano izquierda. En ellas veré el argentado y mágico reflejo de las lámparas colgantes y el mío propio. El Penitente tomará una copa tras otra, y hablará y hablará de su repugnante vida. Sus aspavientos no dejarán de inquietarme. Sentado en el alto taburete que hace de reclinatorio, me revelará de forma grotesca sus excesos, sus tentaciones y esas culpas obligatorias que hacen de la condición humana la mayor contradicción. ¿Qué contestaré a sus palabras? Esperaré esa frase precisa y comprensible que me permita decir: «¡Ha hecho usted muy bien! ¡Sí señor!»

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