«¡Eh, Cara de caballo!», gritó alguien
desde cualquier vagón de un tren en marcha.
La insultante voz se estiró con fuerza…
Y, resbalando, cayó hasta el andén
por donde un joven deambulaba.
Cara de caballo sintió un frío contento
cuando se escuchó nombrar de tal manera.
¡Qué tristeza!
Albergué yo la ofensa en mi interior.
Nadie se detuvo.
Nadie, nadie, nadie se detuvo.
Nadie ni ninguno en la opulencia de su paso
se detuvo por reconfortar a Cara de caballo.
Quién sabe adónde iría el paseante
—oculto en su abriguillo de lana ensortijada,
arrebujado en su penosa indolencia—.
Quién sabe qué suertes le esperaban.
Sintió Cara de caballo un frío contento
cuando se escuchó nombrar de tal manera.
«Es más amargo ser obviado
que esta propia pesadumbre».
Y dicho esto, el joven cegó sus bellos ojos.
Y mis ojos quisieron dormirse con los suyos.