Bastó un día para perderte,
mi reino de adelfas y lunas,
de gladiolos y jazmines amarillos,
de blancos nenúfares flotantes,
de solitarias y rosadas petunias,
de pequeñas linarias anaranjadas,
de brillantes laureles.
Vivo queriendo encontrarte,
hollar la sagrada y tibia tierra
que antaño fuera el Universo todo.
Pero en el océano estás oculta,
mi Atlántida, en la memoria sumergida,
yacente en su fondo inacabable,
escondida en la calígine del tiempo.
Ayer mi acero rozaba las estrellas,
mi trono te colmaba de paz y oro,
y mi mano sujetaba el cálamo poeta
en un gesto de sabiduría.
Pero hoy están tus ánforas vacías,
desmoronados los acantilados
que azotaba el viento
y que eran la pétrea atalaya
desde donde el mar yo contemplaba.
¿En dónde se asientan los montes
de soberbias y altas crestas?
¿En dónde nace la púrpura flor de amaranto?
¿En dónde son las plácidas llanuras?
¿En dónde se alzan tus columnas de hueso?
¿En dónde ondean tus campos de trigo?
¿Bajo qué encendido de añil cielo
o bajo que tan obscurecido techo
desplegarán velas tus naves?
Soñé la eternidad para tu historia,
pero te abandonaron los dioses,
te dejó mi Dios entre tinieblas.
Y hoy grita mi escarchado aliento…
Quizá la lava que te consumió,
Atlántida, yo detendría en este instante.