El sol se filtraba a través de los cristales, dispuesto a resarcirme con su luz del trance sufrido. Llegaba un nuevo y luminoso día.
Si la negra silueta se había escondido debajo de la cama, algún rastro había tenido que dejar. Descolgué la cabeza para examinar el hueco madriguera sin tener que bajarme del lecho, pero nada. Estiré los brazos todo lo que pude y refregué las manos por el pedazo de moqueta que tenía al alcance, por si un resto de sombra hubiera quedado atrapado en la urdimbre. Nada tampoco. «¡Atrévete a saber!», me dije. Así, sin darme cuenta, abandoné mi benigno reino infantil, convirtiendo la despreocupación y placidez que hasta entonces me habían acompañado en un salto al vacío.
La silueta tan negra como un cuervo, tan rápida como una ráfaga de aire huracanado, tan plana que ni la lámina del papel más fino se le asemejaba debía darme pie para la verificación de su presencia y para el análisis de la situación que ella misma había creado. ¿No debía yo conocer cómo había llegado al jardín, cómo había saltado la empalizada, cómo había regresado a la casa después? El suceso despertaba en mí espíritu un afán descubridor que, por naciente, se rodeaba de profundas y pretenciosas perspectivas. «Sapere aude».
Aquel mismo día abrí un interrogatorio cuyo resultado fue todo un testimonio. Pregunté a C por lo que habíamos cenado la pasada noche (noche del suceso). Al momento y con contundencia, C me especificó qué platos tomamos. ¡Pero yo no recordaba haberme sentado a la mesa ni siquiera! La contestación de S, a quien hice idéntica pregunta, no coincidía en absoluto con la de C. Pero no rebatí ninguna de aquellas dos respuestas que con tan explícita rotundidad se contradecían, mayormente porque las consultas se hicieron individualmente. El grito que había escuchado en el descansillo inspiró la posterior cuestión. Me dirigí a C por tanto. Una mueca de sorpresa en su rostro, como si tal cosa no hubiera ocurrido nunca, fue la única respuesta que obtuve. A continuación, manifesté a S mi extrañeza por el hallazgo de un minúsculo fragmento de vidrio azul (que se había adherido a una de mis manos al palpar el suelo buscando evidencias de mi tropezón). Que cómo podía ser, le decía yo a S, que cómo podía ser si el búcaro de cristal azul de encima del taquillón aparecía indemne. «Habrá ido a parar allí sin más», resolvió S. La siguiente consulta: «¿Alguna noche la puerta de nuestra casa pudo haber quedado con los cerrojos descorridos?» S replicó, al escuchar tal versión de su perfecto ideario doméstico, que desde que yo estaba en este mundo los cerrojos se echaban por si acaso. «¿Por si acaso qué?», inquirí yo. «Por si acaso algo», subrayó S. Callé ante esta respuesta que me había hecho meditar aún más sobre la existencia de una silueta-sombra acechante y peligrosa. Además de esta clara probabilidad, una duda rebosante de sensatez quedó inmersa en mí en aquel momento: ¿Entraba o salía alguien al tiempo que yo, en mi huida, me aproximaba a la puerta (de manera que no me fue preciso descorrer esos altos cerrojos a los que en absoluto llegaba, sino atravesar el umbral sin más)? Que yo había salido de la casa aquella noche era casi incuestionable; aunque un rato antes de comenzar el interrogatorio —que ya empezaba a disgustar a S y a C— hubiese analizado el lugar en donde supuestamente la ráfaga me había derribado, sin que nada evidenciara mi presencia allí, pues tanto el césped como la empalizada o la propia puertecilla del cercado sembrado de césped aparecían intactos. Y no había duda que era ese el sitio en cuestión, ya que el resto del jardín estaba empedrado y sólo engalanado con grandes maceteros de flores. Pero atendí a la argumentación de S sobre los cerrojos, argumentación que me pareció tan explícita que no pude más que callar. Tanta incongruencia no me satisfacía, así que nuevamente tomé la palabra. «Sapere Aude». Me costaba tener que hacerlo, pero reproché a C que no hubiera bajado la escalera conmigo y a S que no nos esperara al pie de la misma como se hacía cada tarde al toque de la campanilla. Ante mi reproche, C había callado, excusándose en la afonía que parecía sufrir y que hizo evidente señalándose la garganta. Por su parte, S me había recordado su tendencia a no variar las costumbres. Me quedé con un: «¡Qué amor, qué cosas tienes! Hay que ver». Acabé aquel interrogatorio que tan en ridículo y fuera de lugar me estaba dejando. No haré más comentarios al respecto.