A diario se repetían los pequeños actos que daban forma a mi vida. Pero en una ocasión, esa cotidianidad se vio afectada por un extraño suceso.
Aquella noche, como de costumbre, esperaba en mi habitación —en la planta superior de la casa— que se diera aviso para acudir a cenar. Con el fin de que tal aviso no supusiera molestia para quien tenía que darlo, se había hecho colgar una campana que se hacía sonar en el momento pertinente. Cuando el metal palpitaba por la casa, puede decirse que una perfectísima parafernalia se ponía en marcha. C entraba a donde yo estaba, apagaba la lamparilla que un rato antes había dejado encendida y me agarraba la mano para bajar al comedor. S nos esperaba al pie de la escalinata, apremiándonos para no dar tiempo a que la cena se enfriara. No veo necesario dar detalle de los quehaceres que se sucedían, pues me perdería en descripciones que no vienen al caso. Continuaré mi relato centrándome en el suceso:
El viento soplaba con fuerza y la lluvia golpeteaba contra el enrejado y los cristales de la ventana produciendo una monótona musiquilla. Pero nada de lo que ocurriera afuera importaba. Me sentía a salvo en mi ingenuo e inexpugnable mundo infantil: ignorante de mi verdadera existencia y en la confianza de que nada podría truncar aquella placidez… Y en esa nube de despreocupación me hallaba cuando algo al fondo de la habitación atrajo mi atención.
Se trataba de una silueta con la apariencia de un pequeño hábito, una tupida silueta negra tan carente de grosor que ni a la hoja del papel más fino podría igualarse. Cuando reparé en ella, la silueta-sombra dio inicio a una vertiginosa y sigilosa carrera por encima de la moqueta que tapizaba el pavimento: se deslizaba sobre la fibra con suma facilidad, con extremada suavidad, como lo haría un chorro de agua por una superficie lisa y en declive. Parecía que la trayectoria que siguió esta extraña silueta estaba definida de antemano, ya que resbaló con pulcritud y precisión desde una pared lateral a la puerta, en donde había aparecido, hasta el hueco que creaba la cama al topar con la pared del lado contrario, por donde desapareció. Justo antes de introducirse en aquel espacio vacío, en aquel hueco inédito que debió considerar su escondite, la silueta-sombra se había arqueado levemente, dándose así un sutil impulso que le permitió incrementar su velocidad más si cabe.
Aunque no había atendido más que a lo sorprendente y cautivador del suceso, abandoné rápidamente la estancia, quizá dejándome llevar por el instinto. C, que se aproximaba a recogerme en ese preciso momento (la campana acababa de poner fin a su anunciante repiqueteo), debió sorprenderse por mi inesperada presencia y lanzó un grito que yo interpreté como una señal de peligro.
Si hasta hacía un instante me había conducido por el instinto, la inercia o un reflejo, ahora me dejaba llevar por un sentimiento de miedo que se iba apoderando de mi ser con progresiva contumacia. Gracias a luz de la lamparilla de C pude lanzarme escaleras abajo sin demasiada dificultad. Sin cogerme al pasamano y saltando los escalones de cualquier manera, salvé la distancia que supuestamente me apartaba de S. Pero S, extrañamente, no estaba.
Mientras C me llamaba a voz en grito desde el piso de arriba, yo corría a lo largo del pasillo del piso inferior. En esa carrera topé con algo grande y pesado que se tambaleó y que produjo un fuerte sonido. Un reventón de cristales puso colofón al trompicón. De repente, un todo oscuro, el negror más absoluto, las tinieblas… Pensé que la silueta-sombra había desplegado su profunda negrura por el espacio circundante y hasta más allá de lo que alcanzaban mis ojos. El viento soplaba con tanta fuerza que una ráfaga fue capaz de derribarme con su ímpetu (era evidente que ya no estaba en la casa). Me levanté después de esa caída que me había producido un agudo dolor en la garganta (como si un puñal la hubiera atravesado). La hierba crujía bajo mis pies. La falta de cualquier otro sonido me sobrecogía. Ni tan siquiera el viento, que hasta hacía un rato era audible desde mi habitación, se dejaba escuchar ahora. Tampoco percibía ya los gritos de C, sino que éstos habían quedado congelados en la distancia. Es decir, nada. Levanté la vista… Poco a poco, fue dibujándose el frágil trazo de una luna bienhechora, blanquecina, esquelética. Cerré los ojos y me abandoné a mi suerte.