«Sapere aude»
Horacio, Epistolarum liber primus.
Densas e inquietantes sombras rodeaban la casa y se extendían lentamente hasta ocultarlo todo; y como si nada ni nadie pudiera sobrevivir más allá de la casa que esas densas e inquietantes sombras, creía que sólo donde me hallaba quedaba a salvo de ellas.
Sobre un taburete o de puntillas, me iba asomando a tantas ventanas como podía. De esta manera conseguía contemplar el prodigioso acontecimiento que era el anochecer. Y es que tal metamorfosis requería ser vista desde todos los ángulos posibles.
El retumbo del portón del jardín al cerrarse, como si de un reloj se tratara, marcaba la hora en que La Metamorfosis daba inicio. El metálico sonido producido por el portón era tan deseado como temido: repentino y ensordecedor golpe que sacudía en el aire su eco premonitorio.
Con el corazón palpitando en mis oídos, veía cómo el paisaje que había reinado durante el día se iba desvaneciendo y convirtiendo en un escenario desconcertante que, de manera inevitable, quedaba bajo el poder de las sombras… Todo, en definitiva, sucumbía a ese dominio.
Poco antes de que la oscuridad fuera completa, una bandada de aves atravesaba el brumoso y espeso cielo. En la embestida aérea, los pájaros lanzaban graznidos de socorro, puesto que las sombras pretendían darles alcance. Disponía de escasos segundos para observar el vuelo, ya que los pájaros desaparecían pronto de mi campo de visión.
Para poder ver el grupo volador con más precisión, formaba con mis manos una especie de tubo a través del cual miraba, logrando así que los pájaros quedaran cercados por un visor de pequeño diámetro que permitía que mi mirada se centrara en el punto deseado. Después, la noche.
Las razones que ocupaban mi joven mente se convertían en interrogantes: ¿Por qué quedaba, tantas veces, la luna a salvo de las sombras? ¿Había diferentes lunas? ¿Tenía la luna inagotables vidas? Lunas que no habían sido invadidas por las sombras sino ligeramente, lunas que con su luz me permitían entender algunas siluetas, grandes lunas que se dejaban coger entre las manos, lunas como finos y simétricos cuernos… Eran demasiado distintas entre sí para ser una misma cosa.
Si la luna se mostraba torneada, pulida, blanca y tan luminosa que parecía incendiarse, pensaba que se me ofrecía como obsequio por un buen comportamiento. Pero aquella luz asombrosa me hacía recelar, porque no siempre tal manifestación luminosa coincidía con una digna conducta por mi parte. Cuando la luna era apagada y vivía medio envuelta por las tinieblas, me preguntaba qué razones habría para ello. Sospechaba que tales cambios podían ser consecuencia de unas leyes naturales que yo no podía interpretar. Esas elucubraciones permitían que mi pensamiento se fuera ensanchando y moldeando. ¡Acaso era la luna capaz de transformarse a su antojo! ¿Qué atribuciones eran esas que le eran concedidas? ¿Y quién se las confería? ¿Por qué sobrevivía en la oscuridad contrariamente a todo lo demás?
Mis dudas no encontraban un final apetecible. Entendía que ciertas cosas existieran aunque no pudiera verlas en un determinado momento, pero sabía que estaban porque había podido confirmar su presencia con anterioridad. ¿Pero cómo saber que el jardín que bordeaba la casa continuaba en el mismo lugar cuando ya la noche se había establecido? ¡Cómo podía saberlo si las sombras llenaban ese espacio! Claro que cada día lo veía, ¿pero seguía estando después? Para demostrarme a mí mismo que el jardín seguía allí, sacaba mi lamparilla por entre las rejas de la ventana. Unas ráfagas de luz eran suficientes para probar que el jardín no estaba perdido. Las lunas más radiantes también me permitían ver, aunque sin precisión, parte de un mundo que no dejaba de ser dudoso.
Y mis interrogantes se eternizaban… Si escuchaba un sonido en la distancia, me preguntaba de qué manera podría saber si aquello que lo producía existía, o por qué ese sonido resultaba audible si no existía lo que fuera que lo estuviera emitiendo. Personas, animales, cosas: daba igual. Cuando la luz de mi lamparilla se apagaba y mi controlado mundo desaparecía, no por ello las cosas dejaban de estar, pues podía palpar cada objeto. Por otra parte, la probabilidad de que lo que escuchaba aun sin ser visto en el momento fuera real era muy elevada. Había podido demostrar la existencia simultánea de lo que producía un sonido y el sonido mismo. Para concluir esto sólo había que cerrar los ojos y abrirlos nuevamente sin dejar de escuchar. Todo permanecía igual: los pájaros cantaban, el portón retumbaba, tantas cosas cercanas sonaban y estaban al tiempo… ¿Y si los sentidos me engañaban? Especulaba con la idea de que el transcurrir de la vida se regía por una ley natural que yo no podía ni modificar ni controlar ni violar. La distancia y la oscuridad eran factores que me imposibilitaban ver. ¿Pero y si este razonamiento era falso? ¿Y si la materia se extinguía? ¿Y si el hecho de no verla implicaba la no existencia de esa materia? ¿Las cosas podían aparecer y desaparecer en un abrir y cerrar de ojos por el sólo hecho de quererse adecuar a la oscuridad o a la distancia? ¿Acaso quién estaba cerca de esas cosas no las veía porque yo tampoco lo hacía?
En las noches de tormenta, cuando el rayo atravesaba el cielo y el trueno rugía, era la luz de ese rayo lo que me permitía ver lo que estaba a su alcance y al mío. Concluí que lo que había más allá de la casa seguía existiendo: igual que cuando cerraba y abría los ojos. ¡Pero el rayo bien podía ser parte de una maquinación! Tal vez, aquella luz duraba pocos segundos porque pocos segundos duraba la vida más allá de la casa. ¿Por qué tardaba más tiempo en advertir el trueno que el rayo? ¿Entonces, lo que sonaba estaba?
La luna, con su puntual fulgor, respondía a la visualización del entorno. ¿Pero existía la luna porque existía su luz? No olvidaba en mi inocente reflexión infantil esas luces que, capaces de burlar la oscuridad, agrandaban la extensión de mi mundo. ¿Eran hijas de la luna? Sólo cuando las sombras se habían esparcido uniformemente, las estrellas se dejaban ver. ¡Acaso aquellas dos más luminosas y precisas eran las hijas mayores! La mente se seguía ensanchando. Intuía que en algún lugar se desplegaba el Universo verdadero: un universo organizado que llegaba hasta mí a través de un tiempo y un espacio que podrían no tener principio ni fin, ya que cada noche se sucedía la una a la otra, la una a la otra. Agradecía al Universo las fascinantes perspectivas que me brindaba.