Hoy me han venido buscando
—las cabezas inclinadas,
los hombros encogidos—
aquellos que su paso apretaban
cuando el mío renqueaba.
Por no sentir el peso de mis ojos,
hoy me han venido buscando
con los ojos ciegos. Y ciegos,
ciegos, sin mirarme, sin verme,
aquellos que su paso apretaban
cuando el mío renqueaba
se han sonreído levemente.
Se han sonreído sin deseos,
sin argumento, sin objeto, sin derecho.
«Adiós, adiós», digo sin titubeos.
Las alabardas centellan al sol,
y bajo el calor mi risa se despeña.
Marchando van los dioses muertos,
reventando sus palabras mendrugas
y aburridas en sus hueras bocas.
Allá van, sin perspectivas,
al albur de su ignorancia toda.
Y yo, cervantesca, lúcida de seso,
aguerrida, me abrazo y me bendigo.
«Adiós, adiós», digo sin titubeos.
Las alabardas centellan al sol,
y bajo el calor mi risa se despeña.
Y sigo el camino o desventura o retirada.
¡Qué más da! ¿Qué es la vida?
Hoy me han venido buscando
—las cabezas inclinadas,
los hombros encogidos—
aquellos que su paso apretaban
cuando el mío renqueaba.
Y sintiendo el talento desbordado
—harto de luces, vidas mías—,
bajo el puente que me abriga,
vestida de damasco y con tiara
he cantado una taranta
y he compuesto una elegía.
¿Qué más quiero? ¡Qué más quiero!
El ingenio del alma para mucho da.
«Adiós, adiós», digo sin titubeos.
Las alabardas centellan al sol,
y bajo el calor mi risa se despeña,
se despeña, se despeña…