A ti, infinito tiempo, que diste con ellas,
con aquellas necesitadas de los versos.
¡Cuántas son que fueron por un momento,
que fueron por tu antes,
por tu ahora, por tu siempre!
Tú ya las conoces:
Anyte de Tegea
Anyte ha hundido sus pies descalzos en la hierba,
dando así un epigrama suyo por concluso.
Lejos de alabarla por su dórica palabra
—rumbo mi pensamiento
a cualquier lugar en donde ella pudiera hallarse—,
escribo yo mis versos esperando que una luz
de la vieja Arcadia quiera también iluminarme.
¡Oh!, poderosa y turbadora incertidumbre
que me lleva al deseo de un remoto tiempo,
más que nada por esconder mis versos
en el hondo de un ánfora de largo y fino cuello.
¡Qué mejor manera puede haber que esa!
¿O no está ocultado el arte, mil y tantas veces,
tras un grueso cortinaje que nadie se atreve a descorrer?
¿O no muere abandonado bajo losas sepulcrales
en donde sólo el olvido y el silencio habitan?
Pero, después de todo, Anyte
me ha de inspirar más que el propio Homero.
Marina Tsvetáyeva
Marina está soñando después de que la nieve
la haya sepultado bajo un gélido temblor.
La nieve no se deshace cuando Marina se despierta.
Yo quiero llorar con ella todas sus penas, todas,
no vayan sus lágrimas a perderse para siempre.
Bajo, presurosa y dolida, de mi primavera eterna
hasta el estanque de hielo celeste y blanco
donde Marina no quiere seguir soñando.
Me acuesto sobre el lecho de hielo.
Quiero encontrarla como sea:
he de nombrarla reina poeta de su siglo.
La busco, pero no doy con ella.
¿Se ha perdido en su propio verso?
La busco en el lírico brillar de sus palabras
y en el tormento al que se consagra.
¡Qué perverso es el corazón cuando se esconde
en un estanque de hielo azul y blanco,
en un lecho de hielo sangrante!
Sor Juana Inés de la Cruz
¡Ay, santa madre de Dios, qué inspiración
la que Juana en su bendito pecho sostiene!
¡Y qué entendimiento la lleva a saber
tanto de esa vida que ni disfruta ni habita!
Ay, qué divinos pensamientos traza
con su mano hartada de destreza.
Ay, y cómo jugando con su alma venerante
se ha convertido en la Décima Musa.
Sólo devoción ha de sentir el ave colibrí
cuando, suspensa en el espacio libre y cálido,
agite sus alas pertinaces y casi dramáticas,
rogándose en ese volar de esmaltados fuegos
saber de Juana en los conventos.
Rosalía de Castro
Es joven a veces Rosalía.
Diría, entonces, que está acabadita de nacer.
Otras veces es una anciana rematada,
de un oscuro vestir de terciopelo negro
y confuso mirar: trágica, pero no tanto.
En ocasiones es de una aburrida antigüedad:
una sombra acomodada en una esquina
de su amada tierra o un ave en la cueva
que es su alma amorriñada y demacrada.
«Hosca», se dice ella.
Sobria le digo yo.
Hija del mar también es.
En algún momento me parece moderna,
sobre todo si su pensamiento se levanta
sobre una furiosa lluvia de átomos de niebla.
¿Pero cómo al arrebolarse del véspero
ha sentido que el corazón le ardía?
Teresa Wilms Montt
Teresa se oculta entre los monstruos de su alcoba
mientras el hielo, la sangre y el fuego
en el tormento de su pecho se acomodan.
Un cuervo tenebroso revuela cerca de ella,
tan cerca que levanta una negra polvareda
de ceniza, escombro y desventura.
Enciendo mil velas por espantar su miedo
(yo también lo tengo).
Y, sin más, el azul profundísimo de sus ojos
brilla con una persistencia inalcanzable, remota,
inmortal, como cada uno de sus versos.
¡Oh, perturbadoras palabras que me trastornan
tanto como si un silencio de sepulcro me envolviera!
¿Quién puede escribir con más intensidad
y lucidez que quien el alma tiene torturada?
Gabriela Mistral
Escucho un grito opaco, sordo, casi callado
cuando Gabriela vuelve sus manos del revés.
Volverlas del revés es no tenerlas.
Luego de que la conmoción agitara su vida
y articulara sus palabras en dolorosos versos
—el consuelo del alma más necesitada—,
sólo entonces fui capaz de entender su voz,
de que ese grito opaco, sordo, casi callado
resonara con violencia en mi garganta
y se uniera a mi grito de mujer.
Duro acero en la mirada de Lucila.
Más duros son los recuerdos de su vida.
Wislawa Szymborska
Un poema es más que algunas palabras exhibidas.
Es el arte de colocarlas con esmerado desorden,
a su aire, con su verdad y su poca discreción.
Sabe Wislawa entenderme,
como a sus nubes fugaces:
esas fieras a punto de desaparecer,
la espesura de un bosque blanquecino
o el semblante espumoso de un retrato.
Pero hoy ha muerto mi querido y viejo animal:
mi gata. Ahora sólo hay llanto y dolor por ella.
No volveré a nombrarla,
pues hacerlo es comprender demasiado bien la vida.
¿Quién quiere ahora eso?
La realidad tiene inteligencia y personalidad propias.
Alfonsina Storni
Saltó Alfonsina al hueco de las aguas,
bajo la tempestad de su propia desdicha,
tan sola como una rosa sin jardín ni amada,
tan fiera como una loba malherida.
Quedó el rebaño lejos,
tan lejos de ella como siempre estuvo.
Guardo, por llevarlo como un silencio eterno
y convencido, el poema más hermoso de entre todos,
su último poema, sus últimas palabras.
Ay, que alguien nos devuelva la vida, le diría.
Ay, que alguien venga a rescatarnos.
Sin esperanza su corazón pudo cantar un día.
Pero al más brillante sol sintió caer la lluvia helada.
Safo de Mitilene
No está la luz para adorarla.
No están los dioses para venerarlos.
No están las flores para cortarlas,
y si así se hiciera que a los difuntos se ofrezcan,
o a los enamorados, o a las más devotas
y antiguas amigas: aquellas que nos aman,
aquellas que nos abrazan con sus artes.
Mas me ceñiré, en honor a la desconocida Safo,
una corona de flores y tallos
digna de lucir ante nuestros enemigos.
Saldré entonces al sol a templar mi cuerpo,
a calentar el alma,
a dejarme asombrar por la naturaleza «amarga» del amor.
Escaparé de esos dioses que no escuchan.
¿Quién me conoce a mí que hoy te escribo, Tiempo?
¿Quién a la Poeta Safo conoce?
La lira que yo toco es cálida, relajante, acogedora;
es el sonar que acompaña mis palabras,
todas esas palabras que mi voz no pronuncia.
Mañana, los timbales resonarán
junto a los versos que en el papiro mueren.